El círculo vicioso paquistaní
La amenaza del islamismo radical y de los militares obstaculizan la democratización y el desarrollo económico del país asiático
Pakistán está atrapado en un círculo vicioso. Cada vez que el presidente Pervez Musharraf gana legitimidad internacional, la pierde en casa. Cuando sus gestos satisfacen a la única fuerza política local con base popular, los islamistas, sus aliados exteriores empiezan a recelar. Su juego del gato y el ratón con aquéllos se ha convertido en una bomba de relojería que en cualquier momento puede hacer saltar por los aires no sólo el último acuerdo con India, sino también su propia vida. Mientras tanto, la inevitable ambigüedad que exige tanto su supervivencia física como política permite cuestionar la misma cooperación en la lucha contra el terrorismo que le pone en peligro.
Sin duda, las élites económicas y sociales del país han aplaudido la reciente moderación de Musharraf hacia la zona fronteriza de Cachemira que va a permitir las conversaciones con India, de la misma forma que respaldaron su campaña contra los militantes radicales islámicos o el apoyo a Estados Unidos en el bombardeo de Afganistán. Y aún muchos piensan que se quedó corto. Sin embargo, esas mismas políticas han convertido al general en objetivo de los grupos terroristas. En los dos últimos años ha sido objeto de cuatro atentados, dos de ellos el pasado diciembre.
Es una trampa mortal que el hombre fuerte de Pakistán tal vez creyó poder evitar cuando tomó el poder en un golpe de Estado el 12 de octubre de 1999. Entonces, prometió limpiar las manchas de corrupción que acompañan a todos los gobiernos civiles desde la fundación del país en 1947 y democratizar una vida política dominada por el caciquismo bajo la aparente legitimidad del régimen parlamentario. A pesar de la condena internacional al golpe de Estado, ilusionó a la mayoría de sus 160 millones de compatriotas. Por poco tiempo. En junio de 2001 se autonombró presidente y las esperanzas de democratización se vinieron abajo.
Ahora, para conservar un poder cada día más amenazado por los islamistas, acaba de tomar la peligrosa decisión de aliarse con Muttahida Majlis-e-Amal, una coalición de partidos religiosos que salió reforzada en las elecciones de octubre del año pasado, y desde entonces llevaba a cabo una "campaña para echar a Musharraf". El presidente ha aceptado dejar la jefatura de las Fuerzas Armadas para contar con su apoyo en el Parlamento.
Los islamistas, quienes hasta la crisis de Afganistán nunca habían franqueado la barrera del 10% en unas urnas, han consolidado posiciones en una sociedad eminentemente rural (24,7% del PIB) y de estructuras tribales, pendiente aún en el siglo XXI de modernización y desarrollo. En la medida en que el general responsabiliza de ello a la corrupción de los anteriores Gobiernos de uno y otro signo, ha apartado del poder a los partidos políticos tradicionales y, con ellos, una alternativa a los religiosos.
Pero el estamento militar tampoco está libre de culpa ni de temor. Su control de los servicios secretos le dio en las décadas pasadas un poder al que hoy le cuesta renunciar, y cada una de las medidas adoptadas por Musharraf (fin del apoyo a los talibanes, fin del apoyo a los militantes islámicos de Cachemira y, si las presiones de Estados Unidos continúan, tal vez fin del juego nuclear) le distancian más de esa situación de control. Mil veces negados, los vínculos de una parte de la cúpula militar con los islamistas radicales son el hueso más duro de roer para el presidente paquistaní y para el futuro de Pakistán. Ambas amenazas, la de los islamistas y la de los militares, alejan a los inversores extranjeros que tanto necesita el país para salir del círculo de pobreza y subdesarrollo.
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