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Columna
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43 bis o 44, ésa es la cuestión

Andrés Ortega

Las elecciones presidenciales y al Congreso de noviembre en Estados Unidos van a marcar el año. Todos deberíamos poder votar en ellas, dada la importancia de lo que está en juego, y que es, en el fondo, que EE UU se consolide como imperio -a costa de su democracia interna y del respeto del derecho internacional; el "imperio del miedo", lo llama Benjamin Barber- o como república, muy poderosa, incluso imperial, pero no imperio. Ya a Rusia se le advirtió tras la desaparición de la Unión Soviética en 1991 que tenía que elegir entre ser imperio o democracia, aunque se ha quedado en ni lo uno ni lo otro. Estados Unidos se enfrenta a un dilema semejante. Clinton fue el presidente de la globalización. Bush lo es de la conversión de EE UU en imperio. ¿Se consolidará esta tendencia?

Tras el 11-S y casi sin discusión, se aprobó la famosa Ley Patriótica. Tres años después, aprovechando el ruido de la detención de Sadam Husein, Bush firmó la segunda parte de esta ley, escondida en la de Autorización de Inteligencia. Así, por la puerta trasera de la aprobación de la financiación de esos servicios, se han ampliado considerablemente los poderes del FBI para investigar, sin rendir cuentas, por ejemplo, unas "instituciones financieras" que ahora, en una curiosa definición, incluyen desde los casinos a las líneas aéreas. Claro que esta ley fue previamente aprobada tanto por los republicanos como por los demócratas, aunque entre éstos algunos empiecen a cuestionar que la búsqueda de la seguridad absoluta se haga a costa de las libertades.

A menudo se ha presentado a este Bush, el presidente número 43, no como el hijo de su padre, el 41, sino como el nieto de Reagan, el 40, por su política de gasto militar y recorte de impuestos a costa de un déficit presupuestario que acaba financiando el resto del mundo. Pero en su campaña para la reelección ha dejado completamente marginados a los republicanos partidarios de un Estado mínimo -salvo en lo militar- al hacer suya en buena parte la agenda social de los demócratas con su empuje de Medicare y de un mayor control y apoyo centrales a la educación. Poco importa que llegara al poder tres años atrás con un superávit en las cuentas del Estado del 1% al 2% del PIB, y que en 2004 se prevea un déficit de un 5%. ¿O sí importa? Algunos observadores piensan que la economía de EE UU seguirá creciendo y ayudará a restablecer los equilibrios. Otros, que, si gana las elecciones, veremos a un Bush -y, si pierde, a un demócrata- obligado a recortar programas sociales y de gasto público y subir impuestos (lo que no redundará en beneficio de las economías europeas), y, quizás, a reducir su activismo internacional. Aunque, a juzgar por los planes de Colin Powell, posible vicepresidente en sustitución de Cheney, EE UU seguirá siendo intervencionista, de Cuba a Oriente Próximo.

Los demócratas tienen aún que elegir su candidato. En la sombra espera su oportunidad Hillary Clinton con el mejor asesor que pueda tener: su propio marido, el 42. Si Bush gana en noviembre, se le abrirán de par en par las puertas para ser candidata y, muy posiblemente, presidenta en 2008, la 44 y primera mujer. Para entonces está por ver si EE UU se habrá consolidado como imperio (por definición, unilateral) o no.

La política exterior puede desempeñar un papel importante en estas elecciones. Todo depende de lo que ocurra en Irak, o en tres puntos negros cercanos: Israel y Palestina, Arabia Saudí y Pakistán, tras los dos intentos de asesinato del presidente Musharraf. Pero, en el fondo, y pese al 11-S, al votante medio de EE UU esto le importa relativamente poco mientras le aseguren la hegemonía militar y económica de su país y su modo de vida. Y si Irak pesa en la campaña electoral, mirará más que a los errores del pasado a quién parezca más capaz de gestionar el futuro de ese país y de esa región. En ese futuro, al menos en EE UU, puede haber menos diferencias entre los unos y los otros.

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