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Columna
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Comenzando

El Gobierno vasco no puede sacar adelante el presupuesto. Batasuna propone una candidatura abertzale unitaria para las próximas elecciones. ETA la apoya con promesas que ya no seducen a nadie. El resto de las fuerzas nacionalistas la rechaza, pero sin dejar de tontear -negociar- desnegociar con ese emporio en derribo que es el antaño denominado MLNV. Sea aún pronto o no para pasar esa página, lo que empieza a parecer evidente es que el entorno de ETA ha pasado de dominador a dominado y que ha entrado ya en periodo de subasta. Los cantos de benevolencia de ETA, que no hace mucho hubieran suscitado enormes expectativas y hubieran congelado al mundo político como si de ellos dependiera la salvación, ya no encuentran más que indiferencia y oídos sordos. En cuanto a Batasuna, busca desesperadamente quien la salve de su cul-de-sac, que más parece ya una sima, en lugar de salvarse a sí misma dando el único paso con el que quizá pudiera lograrlo: lanzarle un ultimátum a ETA para que decrete su final. Pero es evidente que Batasuna sin ese tutelaje no es nada y que está condenada a morir con su tutor. Mientras tanto se irá vaciando, y el futuro de lo que se ha dado en llamar izquierda abertzale parece que habrá que buscarlo más bien en esas fuerzas políticas -como Aralar- que se desmarcaron de ETA y en una posible evolución de alguno de los partidos del bloque gubernamental -EA-, salvo que Batasuna realice una recapitulación en fechas próximas.

Está claro que el mundo nacionalista se encuentra convulso, pese a la boyante andadura de ese su buque insignia que es el plan Ibarretxe, que se ha convertido en su catalizador, su brújula imantada. Que el plan lo es de todo el mundo nacionalista ya no ofrece dudas, a pesar de las matizaciones y de algunas resistencias que no son sino tics para seguir manteniendo el sello de marca de donde proceden y cierto pedigrí reticente: toda esa tontuna vasca que ha llegado a hacer del despiadado cosmos adherido a la violencia su ideal de corrección vital y de rectitud política. Sin embargo, los requeteplanes que lanzan para conseguir el plan y adecuarlo a la pureza doctrinaria no son sino delirios sin futuro alguno. Al mundo nacionalista ya sólo le queda el plan, y será en torno a él como se irá reestructurando en un proceso que no será breve. Las señales de ese viraje redentor las están dando también las nuevas generaciones, reacias hasta ahora al nacionalismo institucional, pero que en recientes encuestas valoraban al PNV muy por encima del resto de las fuerzas políticas, a pesar de declararse en su casi cincuenta por ciento de izquierdas, o sea, vascos, pues en eso hemos pasado de ser fededunes a ser ezkerdunes, de donde tanta incoherencia.

¿Habrá que atribuirle, por tanto, algún mérito -el de colchón de la pacificación- al nacionalismo institucional? No me gusta ser mezquino, pero quizá más que de mérito convenga hablar de beneficio, por cierto sobrevenido en gran medida. Es verdad que el plan es suyo, y que parece un acierto hecho a la medida del abertzalismo, aunque también es verdad que no hubiera concitado tantos apoyos si la presión del constitucionalismo, y en especial las medidas del Gobierno español, no hubieran puesto al borde del colapso al abertzalismo radical. Posible fruto de una carambola azarosa, aún reconociéndole el beneficio derivado de su condición de paso necesario para la pacificación de la insurgencia abertzale, y suponiendo que se alcance efectivamente ese objetivo, habrá llegado el momento de preguntarse, bueno, y ahora qué. Porque, salvo sorpresas, el plan Ibarretxe puede que les sirva a los abertzales, pero no nos sirve a los vascos. Es más, nos aboca a un horizonte frentista.

Bien sé que las cosas podían haber ocurrido de otra forma -sin ruptura del bloque democrático, sin Lizarra, sin plan Ibarretxe- y que había otras vías posibles para la pacificación, pero las cosas están ocurriendo como están ocurriendo, sin que constatar la realidad sirva para justificarla. Pero imaginémonos un escenario factible: fin de ETA, con el abertzalismo agrupado enarbolando el plan y el constitucionalismo agrupado rechazándolo. Es evidente que el plan no sirve para resolver esa situación, ni siquiera rebajado -por su unilateralidd y su tramitación impositiva-. ¿Qué hacer entonces? La respuesta nos lleva al ámbito de la política general española, a un acuerdo de Estado -o bien, por el contrario, a un pulso de poderes- para el que el problema vasco sería uno más de los muchos que están empezando a surgir.

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