La belleza de un carromato de huesos
Saltó Katharine Hepburn del teatro neoyorquino al cine californiano hacia el año 1930, pero nunca dejó atrás sus raíces escénicas y esto marcó su extraordinario talento y distinguió su obra, que hace de ella uno de los rostros identificadores de la zona medular del siglo XX y se alarga hacia hoy y tiene el inconfundible perfume de mañana, pues su elocuencia sigue abierta, recién nacida, viva y vivificadora.
Tenía Kate una desarmante -y sorprendente en un oficio que necesita alimentarse de mitos y espejismos- sinceridad, cercana a la insolencia, que daba aire, al mismo tiempo que a las de una ambición desatada, a las alas de una generosa inteligencia autocrítica: no se consideraba bella y, para lograr sentir que lo era, aprendió a construir de dentro a fuera su enorme y luminosa belleza con el misterioso ungüento de los grandes histriones: el genio de la mutación, que les convierte en dueños del don sagrado de la transfiguración. Y un rostro lleno de imperfecciones -flaco, huesudo, de ojos llorones hundidos, mentón tembloroso y pómulos de calavera- estalló de hermosura.
Actriz autora
Hay que insistir en que Kate creaba sus personajes de dentro hacia fuera. Era actriz y autora en un mismo movimiento del espíritu. Llevó hasta el límite la técnica escénica -que en ella era fuerza instintiva, natural, arrancada de su espontaneidad- de la identificación, hasta el punto de que la convertía en posesión: se apoderaba del espectador, lo envolvía, gracias a su portentosa velocidad de verbo y de gesto, que la permitía representar dentro de un minuto de celuloide -con total nitidez y respeto a las pausas- una escena que, para cualquier actor bien dotado, requería dos minutos o más. Quienes le daban la réplica se quedaban sin resuello intentando seguirla y se veían obligados a dar frente a ella lo mejor de sí mismos.