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Tribuna:EL FUTURO DEL PAÍS SURAMERICANO
Tribuna
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Argentina, dos años después de su gran crisis

Para el autor, la gran cuestión es saber si el sacrificio hecho por los argentinos en los últimos 24 meses servirá

Muchas cosas han cambiado a partir del terremoto de diciembre de 2001. Ni el país ni sus gentes son ya los mismos. Si algo quedaba de los humos de grandeza de los argentinos (tan típicos como el tango o el bife de chorizo que se come en Buenos Aires), ellos se evaporaron con la convicción del fracaso colectivo. Y con la realidad que padecemos: somos hoy infinitamente más pobres.

La gran cuestión es saber si este tremendo sacrificio significará un punto de inflexión para retomar el camino ascendente perdido hace muchas décadas, o si el país seguirá cuesta abajo (así se llama un tango muy famoso), como lo viene haciendo desde hace más de cincuenta años.

Los signos positivos de hoy son el restablecimiento indispensable de la autoridad presidencial (que algunos ya cuestionan de autoritarismo) y los deseos expresos y primeras acciones tendentes a combatir la corrupción y afianzar la justicia. Se ve a un presidente decidido y activo. Además y muy importante, el país transitó la peor crisis de su historia y su sistema democrático no sucumbió a pesar de los sobresaltos. Y está hoy vivito y coleando.

La sociedad merece que el Gobierno dé con el diagnóstico y con la estrategia de salida
Argentina se las ingenió para mantener un nivel de vida por encima de su sistema productivo

Sin embargo, el Gobierno no se ha definido aún frente a un tema crucial: enfrentar la reforma y la modernización del aparato del Estado. Y ha sido, además, renuente hasta ahora en buscar métodos que favorezcan tanto la formación como la conservación de capital en la propia Argentina, otra de las causas de la actual situación de precariedad económica.

Hace más de 50 años el país tomó tres caminos equivocados. En el plano internacional se distanció políticamente de los países aliados que habían triunfado en la Segunda Guerra Mundial. En lo interno, comenzó a practicar el hábito de gastar por encima de los ingresos, instaurando un sistema que con los años sólo creció y se afianzó hasta tornarse inmanejable. Finalmente, por falta de visión, por desinterés, y como consecuencia de los abruptos cambios por vivir permanentemente en crisis, abortó los intentos de modernizar y adaptar su aparato productivo a las nuevas demandas que se fueron generando en el mundo.

Al final del camino, la Argentina se quedó con una sociedad que conocía y exigía niveles de vida elevados (a mitad del siglo XX superaba a varios países de Europa) con una estructura productiva típicamente latinoamericana.

Lo que el país aporta al comercio mundial son mayormente productos primarios (soja, maíz y combustibles) y en eso se parece más al Perú (que vende básicamente minerales, pescado y petróleo) que a aquellas naciones de la región que han tenido una evolución positiva como México, con su colosal volumen y diversidad de exportaciones, o Brasil, que hasta aviones coloca en el mercado mundial, o Chile, cuyos volúmenes de comercio exterior casi triplican por habitante los de Argentina.

Durante todo ese periodo de decadencia, los sectores de la clase dirigente (políticos, empresarios, sindicalistas) lejos de encolumnarse en torno a un proyecto común, recelaron los unos de los otros y se boicotearon con un desprecio recíproco. Fue la antítesis a los Pactos de la Moncloa.

Los políticos, a su vez, como forma de aferrarse al poder y resistir el embate de los otros sectores dirigentes, en lugar de administrar responsablemente y pilotear los desafíos de su tiempo, utilizaron la demagógica estrategia de ensalzar a la sociedad, remarcándole lo que eran sus derechos y el consiguiente nivel de consumo que les correspondía, sin pensar en las consecuencias, total, eso sería "a la larga".

En ese tren, dieron rienda suelta a la cuenta de gastos y jamás Gobierno alguno se preocupó por hacer una reforma que implique un mínimo autocontrol en las erogaciones. Y en esa fiesta, se exacerbó al máximo la astucia de los argentinos para ingeniárselas desde cualquier rincón de la Administración en cómo seguir gastando. Es más, el sistema devino per se en intocable y hasta desarrolló teorías y justificativos éticos contrarios a todo lo que signifique control. O "ajuste", que era el término que usaba el FMI cuando pedía finanzas públicas que armonizaran ingresos con egresos.

El país vivió entonces por más de 50 años una carrera y una batalla contra la cuenta de erogaciones del Estado. Pero nada sirvió. Se usaron todo tipo de estrategias, desde la emisión monetaria desenfadada (que derivó en hiperinflaciones) al famoso plan del ministro Gelbard de inflación 0 que congeló por decreto todos los precios. Pero no pudo congelar los gastos del sector público y el plan voló por los aires y se sinceró (en exceso) con una maxidevalua-ción que en la época se conoció como el Rodrigazo (en alusión al ministro Celestino Rodrigo que la decidió). También probó con Martínez de Hoz (en lo personal un hombre de gran dignidad) la en su época famosa tablita, que regulaba día por día la paridad cambiaria del peso con el dólar. Pero mientras los dictadores de entonces (a quienes los empresarios apoyaron y usaron para desquitarse de los políticos) jamás pensaron en controlar los gastos públicos, el sistema sirvió para multimillonarios negocios especulativo-financieros y paradójicamente para destruir buena parte del aparato industrial nacional. Terminó también en una maxidevaluación de sinceramiento con todos los coletazos, muertos y heridos que siempre dejan en el camino esas drásticas medidas cambiarias.

La convertibilidad de Cavallo arrancó con una paridad que favorecía más el consumo que la producción. Además se topó con el mal de siempre: los crecientes gastos públicos. En ese contexto era un sistema totalmente inviable. Una historia similar se podría contar del Plan Austral del Ministro Sorrouille, o de tantos otros planes en las décadas de los cincuenta y de los sesenta.

Una parte importante del déficit público siempre se achacó a las empresas del Estado. Éste se las sacó de encima de un plumazo, ingresando a su vez en sus arcas el producido de las ventas.

Sin embargo, el déficit que aquéllas producían fue recuperado enseguida con otras cuentas deficitarias. A ellas se suman hoy los necesarios aportes humanitarios a los millones de desocupados y gente en la extrema pobreza.

Si ya antes era malo el sistema de supervisión y control del gasto, imagínense ahora, con gente indocumentada y sin estructura burocrática profesionalizada y preparada para estos menesteres.

Es cierto que la teoría económica enseña que el déficit puede ser conveniente en determinadas circunstancias. Pero una cosa es uso y otra es abuso. Como cuando a él se llega no por decisión, sino por impotencia en el autocontrol. O sobre todo cuando sirve para alimentar un enquistado sistema de corrupción.

En síntesis, la Argentina se las ingenió para mantener un nivel de vida (generado y orquestado desde el Estado) que estaba por encima de su sistema productivo. Financió la diferencia utilizando tres canales (cuyo agotamiento desencadenó la crisis de diciembre de 2001), liquidando "a reventar" el patrimonio social de los argentinos (incluidas reservas de gas y petróleo a futuro), succionando vía impuestos y gravámenes todos los recursos posibles a la actividad privada (ahogándola, impidiéndole el crecimiento y fomentando la fuga de capitales). Y por último, endeudando irresponsablemente al país sin pensar en consecuencias (ni para la propia Argentina, por lo que significa la insolvencia, cuanto menos entonces para los jubilados europeos o japoneses que prestaron sus ahorros al país).

La crisis de diciembre de 2001 fue una más de sinceramiento. De lejos el sinceramiento más completo y doloroso de todos. Allí se sinceró el agotamiento de los tres canales usados para financiar el nivel de consumo desajustado de la producción. Se sinceró la imposibilidad de pagar las deudas (el default) y el valor de la moneda (la devaluación). También se sinceró la incapacidad de un presidente para conducir el timón en semejante crisis, y además los métodos que usó un sector de la clase política para voltearlo.

En el fondo, nada para bien en la estructura real del aparato del Estado ha cambiado aún. Han sido sólo esas medidas que no son mágicas ni nuevas, acompañadas sí, debe reconocerse, con prudencia en el manejo monetario. Sin embargo la devaluación y el default (y la gran quita a los inversores privados) "acomodaron" momentáneamente las cuentas del Estado (como sucedía en el pasado). Y eso genera transitoria y aparente estabilidad. A ello se suma el muy buen índice de crecimiento por la recuperación de una parte de lo mucho perdido en cuatro largos años recesivos. Y gracias además al excepcional precio de los comodities argentinos.

Más allá de los agotamientos señalados y de que no habrá más crédito de los privados, sí los habrá de los organismos internacionales (a los que paradójicamente se les reconoció el total de sus deudas). No queda nada público a vender, tal vez alguna que otra reserva de gas y petróleo a futuro.

Habrá que monitorear hasta cuándo todo eso alcanza para alimentar las crecientes erogaciones públicas sin mostrar nuevamente recesión. Si para entonces hay algún sector productivo que despunte rentabilidad, allí también puede ir un nuevo impuesto que cubra lo que vaya faltando.

Pero ¿es ése el camino?, ¿se sale con esa fórmula? Es posible no obstante que el Gobierno reaccione y acierte. Recién comienza y tiene mucho a favor. Después de tantos sufrimientos, la sociedad argentina y sobre todo los sectores más pobres, merecen que dé con el diagnóstico y con la estrategia de salida. A cambio, le están brindando un masivo y genuino respaldo que se justifica en el tamaño de la responsabilidad que tiene por delante.

Sólo queda espacio para un último sinceramiento. Aquel que conduzca definitivamente a la senda de crecimiento a la que este vasto, rico en recursos naturales y hermoso país podría perfectamente tener acceso (y ello a pesar de los argentinos).

Ricardo Esteves es empresario argentino.

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