El fermento de la memoria
Creo que fue Lobo Antunes quien definió la imaginación como memoria fermentada, el resultado imprevisto de una oscuridad finalmente esclarecida, la del tiempo que irrumpe desde un lugar de cuya existencia dudamos y al que, no obstante, pertenecemos. Esta ambigua emoción de las experiencias que vuelven a dejar su impronta en nosotros años después de haberlas vivido nutre la sensibilidad literaria de los Cesare Pavese, Vasco Pratolini y Giorgio Bassani, la irrepetible generación de novelistas italianos que, junto a Roberto Rosellini y Vittorio de Sica en el cine, fundieron en un molde eterno poesía y verdad.
La destreza para ver la vida sin oscurecer el misterio que la sustenta remite, en la obra de aquellos escritores, al poder evocador de la memoria. El sentimiento elegíaco domina las crónicas familiares y urbanas de una época sometida a la violencia de la historia, trasfondo de un paisaje habitado por pobres amantes que deambulan por los jardines de la muerte. Bassani, de los tres, posiblemente sea quien perfiló sus recuerdos en una clave más íntima y preciosista, en la cadencia de un lenguaje que se demora en "los días de entonces" como si fueran una "droga tan necesaria como inconsciente".
Volver a la Ferrara de los años que precedieron a la deportación de la comunidad judía y dar cuenta de la vida de quienes morirían en los campos de exterminio es mucho más que un ejercicio de responsabilidad hacia los orígenes de uno mismo. La sombra de la catástrofe está presente en todas las páginas de El jardín de los Finzi-Contini, pero Bassani no la sitúa nunca en el primer plano de la narración, como si pretendiese con ello mantener a salvo del horror la pureza de un tiempo ajeno a su trágica consumación.
La eternidad de aquel tiempo se resume en la fascinación que sobre el joven Bassani ejerció la familia de los Finzi-Contini, cuya posición y riqueza les permitía mantener su singularidad frente a los judíos asimilados, los cuales, cuanto más se burlaban de la extravagancia y el gusto de los Finzi, menos podían ocultar la admiración que les profesaban. Entre aquellos, se hallaban los padres de Bassani, que, por pertenecer a un estrato social inferior, no verán con buenos ojos la estrecha relación que su hijo establecerá con los Finzi y, concretamente, con la bella e inteligente Micòl.
La novela versa sobre el deslumbramiento ante una criatura extraña en la que se reconoce la propia identidad espiritual, un "vicio" compartido, "el de avanzar con la cabeza siempre vuelta hacia atrás". Tanto para Bassani como para Micòl, "más que el presente contaba el pasado, más que la posesión su recuerdo". La inesperada amistad entre ambos abrirá al joven las puertas de la casa de los Finzi-Contini, pero excluirá la posibilidad de satisfacer el deseo sexual.
Micòl actúa como una sacerdotisa que atrae al neófito a un mundo social y sentimental desconocido para él y le obliga a renunciar a su prosaica existencia de judío asimilado. El joven, hijo de un padre que, antes de la vergonzosa expulsión, llegó a figurar entre los fascistas de Ferrara, no puede resistirse a la afable distinción de los Finzi, encantados de cobijarle durante buena parte del día en su casa, en la que jugará al tenis, escribirá su tesis y cenará habitualmente.
El otro mundo de la Ferrara judía espera al muchacho con la promesa de una comunión espiritual plena y auténtica, la que le brinda no sólo Micòl sino también el profesor Ermanno, que pone a su disposición "los casi veinte mil libros de la casa" y la complicidad de quien comparte la pasión por la literatura.
El padre en vela aguardando a que su hijo regrese, siempre dispuesto a dirigirle unas palabras llenas de miedo y cariño, ilustra mejor que cualquier otra cosa la distancia creciente entre Bassani y su familia a medida que iba entregándose al mito de Micòl. Pero esta bella estatua seduce sin dejarse seducir, alienta el deseo sin responder al mismo, ofrece amistad, pero no amor. El neófito escucha a la sacerdotisa pronunciar palabras que dan fe de los puentes tendidos entre ellos para progresar en su formación espiritual y, al mismo tiempo, permanecer alejados de todo contacto físico. Micòl le dice que "las cosas mueren. Conque, si también ellas han de morir, qué se le va a hacer, lo mejor es dejarlas. Tiene mucho más estilo".
En el jardín de los Finzi-Contini, la resignación ante lo que se extingue forma parte de un "estilo" superior de adoración al pasado, de un aprendizaje de la muerte libre de sentimentalismos que hace de la melancolía, y no de la nostalgia, expresión de seguridad en uno mismo, aunque ello implique cerrarse a un tipo de relación auténticamente humana. Y es que la fascinación de Bassani por los Finzi-Contini tiene mucho que ver con la inhumanidad de unos seres afables y encantadores que parecen flotar en el limbo de lo inaccesible. Fantasmas que, si se evocan en la memoria, es porque sólo ahí pueden ser poseídos.
Pero el aprendizaje de la muerte no se reduce a ser un "estilo" de hermosa autocontención. La súplica del padre será finalmente atendida por un hijo al que el despecho hace más receptivo de lo habitual. A solas los dos, el primero, como si fuese la imagen invertida de la extraordinaria Micòl, y por eso mismo más tierna y esperanzada, le dirá que para "comprender de verdad cómo son las cosas de este mundo, debes morir por lo menos una vez. Conque, siendo ésa la ley, mejor morir joven, cuando aún tienes tanto tiempo por delante para levantarte y resucitar...".
Bassani recrea su juventud en esta prodigiosa novela como una suerte de lucha mítica entre la moral y la emoción de la muerte, entre el afán de "comprender de verdad" y el vicio "de avanzar con la cabeza siempre vuelta hacia atrás".
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