Palabras preliminares
Réquiem por un campesino español es, sin lugar a dudas, una de las mejores narraciones españolas del siglo XX, tal vez la mejor de las motivadas por la Guerra Civil. Su autor, Ramón J. Sender (Chalamera de Cinca, Huesca,1901-San Diego, California, 1982,) la escribió el año 1952, parece que en una semana, durante su exilio en Alburquerque, y la publicó un año después en México con el título de Mosén Millán. Desde su edición de Buenos Aires (1961) aparecería rotulada como ahora la conocemos.
Vivió Sender una vida intensa y dramática, algunos de cuyos momentos ayudan a acercarse al Réquiem. En aquella concentración de odios que se dieron cita en 1936, una parte importante de ellos había recaído sobre él como militante de izquierdas, en ocasiones muy radical. La guerra lo sorprendió veraneando con los suyos en San Rafael (Segovia); envió a su mujer y a sus dos hijos a la casa familiar de Zamora, pensando ponerlos a salvo, y él se incorporó al ejército republicano. Pero su esposa fue torturada y asesinada en dicha ciudad, y su hermano Manuel, por el que sentía adoración, fusilado. Y es, como hemos dicho, durante su destierro en Nuevo México, dieciséis años después de estos hechos, cuando escribe su famosa novela. Ha publicado hasta entonces relatos que le han dado reputación, más que por su indudable calidad por su compromiso social; pero, poco a poco, su conciencia estética crece en su designio de escritor y, sin traicionar en ningún momento aquel compromiso, el artista se va haciendo más presente en sus escritos. El Réquiem por un campesino español representa ese momento de casi equilibrio.
Esta novela permanecerá por su belleza y por ser el testimonio de una gran locura
En efecto, el tema admitía tratamientos directamente agresivos y vindicatorios nada injustificados: un joven republicano, Paco el del Molino, el protagonista de la narración, fue alcalde de su pueblo, como Manuel, el hermano del autor, lo había sido de Huesca; y ambos murieron fusilados. Es claro que el cariño fraterno de Sender se transparenta en el que siente por su héroe novelesco. Y, sin embargo, nada hay de panfletario en el Réquiem: el autor ha dejado hablar a los hechos, atento a la recreación del ambiente prebélico en un pueblo aragonés de la raya con Cataluña, y del que creó la sangrienta llegada de los vencedores. Por debajo de una serenidad aparente, se percibe cómo, controladas por el artista, laten la amargura y la ira. De igual modo, salta a la vista su esfuerzo para hacer vivir a los personajes, a pesar del breve espacio que les ha concedido para convivir (tal vez por ello, resultan esquemáticos don Gumersindo, don Valeriano y Cástulo, los individuos miserables de aquel pequeño censo); todos ellos constituyen el vívido fondo del que emergen dos creaciones inolvidables: la de Mosén Millán y la de Paco el del Molino.
La novela consiste en la meditación del sacerdote mientras espera a comenzar la misa de réquiem por Paco, que fue asesinado por falangistas el año anterior. Sobrelleva en su conciencia la oscura e involuntaria participación que tuvo en el crimen, y más aún en este día de aniversario. Y aguarda a que lleguen vecinos y familiares para asistir al caritativo oficio. Pasan los minutos y la mente de Mosén Millán va y viene entre la evocación de Paco, de su vida sencilla y airosa, y la impaciente espera de parroquianos. El muchacho anhela justicia social desde el momento en que, siendo niño, ayudando a dar la extremaunción a un pobre en una cueva del pueblo, se topó con la miseria más terrible. Creyó en la República y lo pagó con la muerte. Entre lo sucedido que rememora el cura y la realidad que ahora vive en la sacristía, el romance popular sobre el asesinato y que, por pequeños fragmentos, recuerda el monaguillo, desempeña la función de impedir que el lector olvide que se le está narrando una historia siniestra, hasta en los momentos felices.
Por la cabeza de Mosén Millán desfila la vida entera de Paco, su nacimiento, sus correrías de muchacho, su vivir simple y tal vez feliz, su boda, su plante ante las fuerzas oscuras del pueblo y, por fin, su captura, facilitada por él, y, al fin, el estremecedor fusilamiento, donde lógicamente la novela alcanza su punto más tenso.
La creación de Paco tiene bastante que ver con la de Juan, el héroe hernandido de El labrador de más aire (y ambos con Lope): es el mozo brioso y honrado que osa alzarse contra un cacique, anhelante de justicia social. Mosén Millán es personaje más elaborado -no olvidemos que su nombre sirvió de título a la primera edición de la novela-, bondadoso, verdadero amigo de Paco, pero con matices que delatan a un eclesiástico de la época. Así, cuando en la visita a la cueva de aquella pareja de viejos que está muriéndose de indigencia y que es el primer aldabonazo en la conciencia del muchacho, ante sus preguntas acezantes el cura le ofrece sólo réplicas resignadas. O, casi al final, cuando el joven va a ser empujado sin causa al paredón, él, llorando de dolor, lo confiesa y le recuerda como único consuelo que la inocencia no libró de la muerte al Hijo de Dios. Resignación, pues, disolución de la propia conciencia en un piadoso sentimiento inactivo, frente a la justa hombría de Paco el del Molino. Y mientras Mosén Millán reza y aguarda inútilmente la llegada de fieles a la misa de réquiem, el potro del difunto ha entrado misteriosamente al templo, y corre y brinca ante el asombro del párroco, del monaguillo y de los tres déspotas del pueblo, falsamente piadosos ahora con quien fueron tan impíos. Con su potro, Paco se ha hecho presente en su propio funeral hasta que, acosado por ellos, "convencido el animal de que aquel no era su sitio", se marcha.
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