"Estoy bien en mi marginalidad: la cultivo"
"Cuando me habló comprendí que el muerto era yo y no él". Este cuento de 12 palabras, que recuerdan en genialidad y síntesis expresiva a las siete que utilizó Augusto Monterroso para escribir El dinosaurio, se titula Equívoco y es uno de los relatos del nuevo libro de Luciano G. Egido (Salamanca, 1928), Cuentos del lejano oeste. Del lejano oeste español: "Me gusta mucho John Ford, pero se titula así porque, idealmente, todos los relatos transcurren en Hinojosa de Duero, el pueblo de mi madre, en la raya de Portugal".
Egido es un castellano sabio que gasta fama de ogro. Falso: es un conversador infatigable, adictivo como su prosa, muy sonora y de enorme garra imaginativa, que pone todo el peso en la palabra y a veces recurre a palabrones como lagumán, remugona, apezuñamiento: "Ésa se la oí a un guardia civil en una estación. La gente se agolpaba para subir al tren y él decía: 'No se apezuñen, no se apezuñen'. Sociozoología pura".
"¿La RAE? Deben pensar que mi literatura no es académica. O quizá no me leen. O no les gusto"
"Escribo contra la vejez y el tiempo. Lo que no hago es escribir para ganar dinero"
"Colaboré en 'Pueblo', pero era antifranquista. Y escribí sobre Gracián, aunque lo odiaba"
Pero su calidad no se corresponde con su éxito, quizá porque empezó a escribir ensayos a los 55 años y novelas a los 65, lo cual le convierte en una autor aparte, más raro de lo que el gran mercado es capaz de asumir. Eso tiene sus ventajas, dice él: "Siempre he estado al margen y puede que cultive mi marginalidad. Estoy bien ahí. He fluctuado entre el cine, el periodismo y la literatura, no acudo a reuniones literarias, no cultivo mis relaciones públicas, no formo parte de ningún grupo, mi generación ha desaparecido en parte (Hortelano, Fernández Santos, Carlos Barral...) y mi especialidad son los premios sin dotación. Vendo lo suficiente para no ser oneroso a mis editores, pero sigo siendo un escritor marginal. Mucha gente cree que sigo viviendo en Salamanca y no les saco de su error, aunque llevo 40 años en Madrid".
Entre esos premios, este ex profesor universitario que fue represaliado por el franquismo y luego firmó en Pueblo durante 20 años como Copérnico, obtuvo el Miguel Delibes con su primera novela, El cuarzo rojo de Salamanca (1993); el de la Crítica, en 1995, con la segunda, El corazón inmóvil, y el del Instituto de la Lengua de Castilla y León por la última, La piel del tiempo. Pero para muchos su mejor libro es Agonizar en Salamanca, híbrido entre biografía, reportaje, ensayo y ficción que narra los últimos meses de vida de Unamuno.
Pregunta. He oído que fue Javier Pradera el que le publicó este libro por el cincuentenario de la muerte de Unamuno.
Respuesta. Sí, fue él, en Alianza, y por gratitud le dediqué mi segunda novela. Le conocía un poco de la lucha clandestina, y un día fui a verle con el primer capítulo y el índice y me animó a terminarlo. Además, me ayudó a publicar mi primera novela con Beatriz de Moura, la editora de Tusquets. Desde entonces no he cambiado de editorial. Tusquets es una gran editorial, con un catálogo valioso, aunque tenga algunos lunares.
P. Así que empezó su fulgurante carrera, como jubilado, a los 65 años.
R. Sí, soy un marciano literario, y además del antiguo régimen. Cuando lo digo, mis parientes franquistas se ponen muy contentos, pero me refiero al siglo XVIII. Creo en las viejas virtudes de la educación, la cortesía, la amabilidad, el respeto, la discreción, y mis hijos me dicen: "Así te luce el pelo".
P. Pues su prosa es todo menos amable.
R. Es una de mis muchas contradicciones. Fui colaborador de Pueblo aunque era antifranquista. Odiaba a Gracián por su astucia jesuítica y su negro pesimismo, y, sin embargo, hice mi tesis doctoral sobre él. No me interesaba Unamuno y he escrito tres libros sobre él...
P. ¿Y qué tal se llevaba con Emilio Romero?
R. Él sabía que había tenido problemas y me eligió él mismo el seudónimo. Una chorrada, Copérnico. Era un facha, pero listísimo y gran profesional. A mí me apreciaba mucho y siempre hablaba bien de mí. Yo le decía: "No me alabes en público, que por cada adjetivo que me dedicas pierdo un amigo".
P. ¿Usted militó en el PC?
R. No; fui un tonto útil, escondí a gente como el pintor Pepe Ortega, guardé documentos comprometedores, presté mi casa para reuniones con Simón Sánchez Montero, conocí a Semprún cuando era El Pajarito... Yo pensaba, como muchos, que el partido comunista era el único que podía poner en dificultades a Franco. Y yo odiaba al general desde niño. De un modo visceral, genético.
P. ¿Era de familia roja?
R. No exactamente; pero mamé y viví el antifranquismo. Mi padre era gilroblista, de la derecha antifranquista. Y mi tío Ramón, que era azañista, se libró por pies en el 36. Leía como si fuera la Biblia las Obras completas de Ortega y Gasset, pagaba más salario que nadie a los jornaleros y los tenía asegurados, lo que allí, y entonces, era insólito y acarreaba el calificativo de "rojo". Su historia la he contado en mi novela La fatiga del sol. De largo le viene al galgo: a mi tatarabuelo, que era juez y liberal, lo desterró Fernando VII.
P. A usted también lo desterraron de Salamanca. ¿Cómo fue su salida de la Universidad?
R. Bueno, mis hijos todavía no se lo creen, pero me tuve que ir por una razón hoy inimaginable. En aquella época, los primeros años cincuenta, la Facultad de Letras era muy pequeña y todos hacíamos de todo, y a mí, que era profesor adjunto, un año me tocó explicar estilística francesa. Pedí a los alumnos un trabajo sobre Las manos sucias, de Sartre, porque quería que analizaran el contraste entre el lenguaje del líder obrero de la obra y el de su asesino, un joven burgués que se hace secretario suyo para matarlo por orden del Comité Central. Unas alumnas fueron al obispado a pedir permiso para leer el libro, que estaba prohibido. El obispo montó en cólera, llamó al rector Tovar, y Tovar, que ejercía de comisario político, aunque en aquellos años pasara por disidente, me pegó un rapapolvo de Dios es Cristo. ¿Qué es eso de tener conciencia democrática a los 60 años y llevar toda la vida viviendo dentro del franquismo? En fin, que me hicieron la vida imposible y me fui.
P. ¿Fue una purga?
R. Indirecta. El caso es que me vine a Madrid a vivir el exilio interior. Me casé, tuve los hijos y entré en el Instituto Ibys, de la admirable familia Urgoiti. Aquello era un nido de rojos, una delicia. Ibas por el pasillo y te cruzabas con un condenado a muerte, con un ex preso... Allí estaban Teófilo Hernando y Faustino Cordón, y habían estado Grande Covián y creo que el joven Severo Ochoa... Todos científicos republicanos. Al mismo tiempo, hacía críticas de cine, publicaba en Ínsula, traducía, hacía documentales industriales, di algunas clases... Pero yo no soy un héroe. Muchos amigos se mantuvieron siempre independientes, yo no podía. Me harté del exilio interior, y una vecina me pagó un pequeño favor metiéndome en Pueblo.
P. ¿Su columna fue su escuela literaria?
R. Te da oficio, y además tenía libertad para hacer lo que quisiera, menos meterme con Franco y sus compinches. Esto me permitía escribir cosas fantásticas, de ficción pura; otros días, columnas literarias, y una época, un artículo muy breve en primera página. La fórmula era fácil: título sugerente, primera línea atractiva, luego lo que fuera y al final un remate. Cuando cerraron, me llevaron a TVE; Pilar Miró me hizo director de programas de ficción, y luego me jubilé por anticipado, publiqué El cuarzo rojo y empezó mi segunda historia.
P. De escritor de culto y tardío.
R. Eso dicen todos: un escritor puro. Miguel García Posada escribió en Babelia, cuando publiqué esa primera novela, que a mis 65 años era un novelista con porvenir, y eso me animó mucho.
Yo, la verdad, no sé por qué tardé tanto. Quizá por desgana, por falta de tiempo, por la censura, por no tener una decidida vocación... No lo sé, aunque no garantizo que nada de lo que digo sea verdad. Quizá no sabía qué hacer, nunca he sentido un impulso irrefrenable de escribir, ni de hacer nada... Pero, como todos, soy un mentiroso. No sé nada de mí.
P. ¿Escribía en secreto?
R. No; nunca he tenido nada en los cajones. Siempre he escrito para publicar.
P. ¿Y ahora siente cerca a sus lectores?
R. En conferencias, sobre todo. A veces en Pueblo me escribían, casi siempre para insultarme. Era satisfactorio. Ahora que lo pienso, quizás escribo para luchar contra la vejez y el paso del tiempo.
P. Y para ahuyentar a la muerte, según se ve en el último libro, lleno de cadáveres y apariciones.
R. Sí, para conjurar a la muerte. Con esa cultura paramédica que todos tenemos, sé que uno está vivo si usa la cabeza. ¿Y qué mejor que escribir? Lo que es verdad es que no escribo para ganar dinero. Si no, haría otros libros. Todos sabemos la receta del best-seller.
P. ¿Y qué le parecen?
R. Está bien que se hagan. Aunque sean malos y sus autores sean aplaudidos por hacer bazofia, al menos la gente lee algo. En España hay poco más de 50.000 lectores serios. Y no está mal: en tiempos de Cervantes sólo sabía leer el 5% de la población, y todavía Unamuno se alegraba cuando vendía 100 copias. Yo creo que hoy si un libro pasa de los 50.000 es malo, aunque hay excepciones.
P. ¿En su libro nuevo, qué fue antes, las citas que preceden a los cuentos o los cuentos?
R. Los cuentos los hice en dos meses; las citas tardé seis meses en encontrarlas. Como dice García Márquez, al que admiro mucho, los cuentos son como la mayonesa, o cuajan o no. Las citas las puse para completar el sentido de los cuentos. Los poetas dan mucho juego. Como decía Baroja, los poetas escriben media línea ¡y llenan páginas y páginas!
P. Con ese lenguaje tan peculiar que utiliza, ¿no le han tentado en la Academia?
R. No. Pregúnteselo a ellos. Deben pensar que mi literatura no es académica. O quizá no leen mis libros, o no les gustan.
El salmantino Luciano González Egido es a sus 75 años un escritor minoritario, duro y distinto, que ha vivido una vida de antihéroe y una "marciana" y tardía carrera literaria. Ahora publica Cuentos del lejano oeste (Tusquets), un conjunto de relatos de extensión creciente que oscilan entre una línea y 18 páginas. El libro es una mezcla equilibrista de humor y violencia, sexo y soledad, fantasía y guerra, ruralismo y alta cultura; un reflejo del desasosegante universo del autor.
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