Miedos europeos, pesadillas israelíes
"El nacionalsocialismo, a pesar de que nos cueste aceptarlo, es una obra del hombre y (...), como tal, debe ser analizada sin echar mano de instancias sobrenaturales". Rafael Argullol, en un breve y bello prólogo del Diccionario crítico de mitos y símbolos del
nazismo, de Rosa Sala Rose (Acantilado), rebate así todo el mito sobre lo demoniaco y supuestamente inhumano que pueda haber en el nazismo y todas las actitudes políticas, llámense ideologías, que surgen del rechazo en busca angustiosa de la identidad y la certeza, y acaban en la liquidación del otro rechazado para buscar certeza en uno mismo como pueblo o individuo. Querer mejorar el mundo por medio del exterminio de aquello que se considera lo entorpece o empeora es una actitud extremadamente humana.
Y moderna, porque sólo en la modernidad se ha podido concebir la liquidación en masa, en cadena industrial, de aquéllos a los que consideramos nocivos o amenazantes para los nuestros. Uno de los grandes pensadores sobre el nazismo, Zygmunt Bauman, calificó el Holocausto como un "fenómeno de la modernidad", en ningún caso un brote de barbarismo. Así fue y así es. La industria del crimen inventada para el Holocausto no tiene parangón en la historia de la humanidad, y cualquiera que busque ignora, con voluntad o sin ella, la esencia de esa hora estelar del hombre racional asesino que nos deparó el siglo XX.
Hay quienes parecen hoy de nuevo pensar que es una casualidad el hecho de que los millones de seres humanos que murieron convertidos en humo o lodo en el Holocausto eran judíos. Mal pensado. Porque la historia europea está llena de claves, desde los pogromos de Francfort en el medievo a los de Rusia en el siglo XIX, pasando por la España católica triunfal y, recuerden, también Inglaterra, que señalaban a los judíos como el cuerpo extraño a extirpar del suelo europeo. Y es la historia europea la que hoy alimenta ese antisemitismo que durante un tiempo calló por pudor en el regazo que lo generó y hoy celebra gozoso poder refugiarse tras un muy comprensible rechazo a la deplorable política de tierra quemada y odio sistemático de un régimen en la remota tierra de Israel. Su mayor potencia no está hoy en tierras europeas. Ha sido exportada con gran éxito. A tierras árabes, asiáticas y latinoamericanas. Pero aquí mama de su buena y mala conciencia.
Sólo hay un país en Europa, que es la pequeña Bulgaria, que tuvo una sociedad que se levantó realmente en contra de la aniquilación de sus judíos durante el pogromo global desatado en un principio por las leyes raciales de Núremberg y después por la conferencia de Wannsee. Los demás, unos con más entusiasmo que otros, participaron en aquel inmenso aquelarre de sangre. Cuando Hitler comenzó a matar judíos, los rusos y ucranianos ya lo tenían por costumbre, los rumanos y los húngaros lo esperaban con ansiedad, y los franceses dejaron hacer. Alemania creó la industria de la muerte, pero casi todos los demás se peleaban por administrar materia prima.
A nadie debe, por tanto, sorprender el inmenso recelo hacia Europa que existe en Israel y el fácil uso que un Gobierno como el de Ariel Sharon puede hacer del mismo para movilizar a su opinión pública contra las críticas hacia su imperdonable, irresponsable y cuasi suicida conducta en Palestina. La arrogancia europea, con su petulante superioridad moral a la hora de juzgar y valorar acontecimientos fuera de su territorio, indigna a quienes no viven en el jardín de bienestar y -eso sí, ya supuesta- seguridad de este continente tan bien tratado en los últimos 60 años a partir de aquella hecatombe en la que fueron precisamente los judíos las víctimas principales.
El nacionalsocialismo y la idea de exterminar a los judíos no son producto islamista ni árabe, ni de ningún religioso campesino del desierto y la miseria. Surgen entre nosotros en bellas capitales, con Nicolás II en Moscú y Karl Lueger en Viena. Por eso, Europa no puede aplaudir timorata a Israel como presbiterianos de EE UU. Pero debe saber que su alma depende mucho de que Israel sobreviva a sus propios errores y miedos. Porque es parte nuestra.
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