Hitler con turbante
"Los judíos y los americanos no tendrán seguridad mientras nosotros vivamos ", afirma el comunicado de Al Qaeda que reivindica los atentados contra dos sinagogas de Estambul. Ese texto, difundido por el diario Al Quds Al Arabi, exige que la "coalición de los cruzados" evacue "todas la tierras musulmanas profanadas por los judíos y los norteamericanos". Una y otra vez, la organización de Bin Laden habla de judíos, señalando así a toda una comunidad, una cultura y una religión presentes en muchos países. El enemigo de Al Qaeda no son los ultras de Sharon, ni tan siquiera los israelíes sionistas, sino los judíos. Lo suyo es antisemitismo puro y duro.
Aunque surgido en Oriente, el yihadismo proclama así su parentesco con totalitarismos occidentales como el nazismo y el estalinismo, y su distanciamiento de la religión islámica. El antisemitismo no es característico del islam; al contrario, los judíos vivieron mejor secularmente en este mundo que en la Europa cristiana. A países musulmanes fueron a vivir los sefardíes expulsados en 1492 y los árabes y musulmanes no tuvieron nada que ver con la fabricación de Los Protocolos de los Sabios de Sión ni con el holocausto, atrocidades cometidas por europeos. Pero es cierto que el antisemitismo crece en el mundo islámico, como lo demuestran artículos de prensa y series televisivas antijudíos, la popularidad de Los Protocolos y las declaraciones del ya ex primer ministro de Malaisia, Mahatir Mohamad, identificando a los judíos con una supuesta política de control del planeta.
Ese auge del antisemitismo tiene relación con los sufrimientos palestinos, la política del Gobierno israelí y el doble rasero estadounidense en Tierra Santa. Pero en el caso de la nebulosa de grupos que giran en torno a Bin Laden el antisemitismo va más allá. Es una componente esencial de su ideología totalitaria. El yihadismo, y de ahí que su atractivo desborde el marco árabe y alcance a asiáticos, africanos y hasta occidentales, es un puchero en el que se cuecen una interpretación reaccionaria del islam, la wahabí, con otros elementos: el antisemitismo, el antiamericanismo y la protesta nihilista contra el sistema, contra la globalización, contra todas las injusticias, reales o imaginarias, del mundo. De ahí que no pueda ser destruido tan sólo por métodos policiales y militares, sino que exija un tratamiento global, que incluya poderosos recursos políticos, económicos e ideológicos.
Los atentados de Estambul, que siguen a barbaridades antisemitas en Yerba, Casablanca y Mombasa, demuestran también el fracaso de la política de EE UU desde el 11-S. Esta política no ha afrontado las causas del yihadismo y ni tan siquiera ha logrado paliar sus efectos. Al contrario, con la guerra de Irak ha reforzado las causas y exacerbado los efectos. Bin Laden, cuyo diabólico talento es indiscutible, ha querido en Estambul matar judíos porque sí, borrar los últimos restos de presencia judía en tierras musulmanas y complicarle las cosas al islamismo moderado de Erdogan que gobierna Turquía. La respuesta debería estar a la altura de la inteligencia del Hitler con turbante que se esconde en una cueva afgana.
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