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CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Columna
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El sueño de las moscas

Juan Villoro

Cuentos, fábulas y Lo demás es silencio reúne la ficción breve de Augusto Monterroso y la novela que escribió a contrapelo de la norma. Lo demás es silencio se publicó en 1978, año tranquilo en que no se hablaba de posmodernidad, zapping ni hipertexto. Poco más tarde, el libro hubiera recibido esas vistosas etiquetas del pop académico. Su insólita estructura anticipa la metaficción contemporánea: una novela escrita con géneros ajenos a la novela (entrevistas, poemas, aforismos, papeles dispersos, índices, notas de pie de página). Su tema de conjunto es la vida y la obra de Eduardo Torres, gloria municipal del imaginario San Blas, S. B., que escala a diario el Everest del lugar común. La mayor paradoja de esta biografía fragmentaria consiste en ser tan completa que encumbra y destruye a su protagonista.

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La antología de Augusto Monterroso

Armada como un archivo abierto, falsificado, transitorio, Lo demás es silencio se nutre de la literalidad, la pompa y la gastada retórica para producir el efecto literario opuesto. El protagonista desciende de los flaubertianos Bouvard y Pécuchet , el Carlos Argentino Daneri de El Aleph, príncipe del "gallardo apóstrofe", y sobre todo de H. Bustos Domecq, seudónimo con que Borges y Bioy Casares exploraron la comicidad de la cultura, cuyo solemne humor involuntario se resume en una dedicatoria: "A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier".

Ya en el cuento Leopoldo (sus trabajos) Monterroso había trabajado el idiotismo del mundo intelectual. Forzado a llevar un diario de Gran Hombre, Leopoldo escribe: "Hoy me levanté temprano, pero no me sucedió nada". El relato narra el tránsito de alguien que no sabe escribir a alguien que aprende a escribir horriblemente. La distancia de la ironía permite a Monterroso hacer un cuento maestro con mala literatura. El procedimiento se intensifica en Lo demás es silencio. La esposa de Eduardo Torres dice de su marido: "Cuando no se le ocurre nada, escribe pensamientos". Por esta vía, el docto inútil produce enormidades: "Los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista". A propósito de la dificultad de escribir Vidas paralelas al modo de Plutarco, comenta: "El actual afán de desplazamiento constante, al mismo tiempo que la facilidad intrínseca de los transportes modernos, hace con demasiada frecuencia que hoy día las vidas de unos y otros, bien se trate de particulares o de simples personajes, no sólo no se junten, sino que incluso se crucen, cuando lo bonito de las paralelas es que no se encuentran jamás".

En El idioma analítico de John Wilkins Borges lleva la clasificación racional al absurdo. Ahí, Foucault advirtió las posibilidades disparatadas del rigor mental. La solitaria novela de Monterroso extrema las posibilidades risibles y conmovedoras de la inteligencia estúpida.

Alan Pauls sostiene que hace falta "hilarizar a Borges, restituirle toda la carga de risa que sus páginas hacen detonar en nosotros"; la posteridad corre el riesgo de tomar demasiado en serio a un autor que se burló de la veneración de la cultura. En ocasiones Monterroso ha padecido una simplificación opuesta, la del humorista non-stop. Sin embargo, como él mismo advirtió, la función literaria del humor es hacer pensar y sólo a veces hacer reír. No es casual que haya compilado, con Bárbara Jacobs, una ejemplar Antología del cuento triste. Tampoco que algunas de sus mejores piezas estén cargadas de dramatismo (Diógenes también, Bajo otros escombros) o de melancolía (Las criadas, Rosa tierno).

Enemigo de las fórmulas, Monterroso procuró la variedad de técnicas y asuntos. En una sola frase sin puntuación, el cuento Sinfonía concluida comprueba la necesaria imperfección de las obras maestras. Uno de cada tres prefigura en 1959 la pornografía rosa (un empresario radiofónico descubre que un tercio de la humanidad vive para confesar sus intimidades); Primera dama retrata una escena del arte al servicio del poder (nombre oficioso del ridículo): la esposa del presidente recita con prosodia homicida a Rubén Darío; Míster Taylor y El eclipse revelan la ignorancia en que se fundan las empresas imperiales; El dinosaurio anuncia un cuento cuya trama no sucede en la página, sino en la mente del lector: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".

Como fabulista, Monterroso adquirió, al modo de Lewis Carroll, una instantánea condición de clásico para niños y filósofos. Su bestiario recicla a Esopo y La Fontaine y traza afinidades con decisivos animales del siglo XX (los ratones de Kafka, los insectos de Capek, la granja de Orwell). Un zoológico politizado y proclive a la terapia de grupo donde cada ejemplar cede a la humana tentación de querer ser otro. En esas páginas, la Mosca se siente Águila: "Por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada".

Augusto Monterroso o el inagotable misterio de la brevedad: nada vuela tan alto como el Águila soñada por la Mosca.

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