Votos y alianzas
El Consejo Europeo de Bruselas ha puesto de relieve que, más allá de los grandes debates sobre el reparto de votos y de poder en la UE, lo que verdaderamente cuenta es la política de alianzas y los proyectos en común. Por primera vez en la historia, en el foro máximo de la Unión, un presidente francés ha tomado la palabra en su nombre y en el del canciller alemán, un hecho singular que demuestra que la pareja franco-alemana se está cimentando. Coincide con la unanimidad reencontrada por el Consejo de Seguridad de la ONU sobre Irak, lo que reconcilia a París y Berlín con Washington y diluye la frontera entre la nueva y la vieja Europa. Resulta asombrosa, a este respecto, la fuerte presión diplomática de EE UU para evitar que prosperen los tímidos planes europeos para una mayor autonomía militar, a los que se ha sumado discretamente Londres, pero que para Washington son una "amenaza para la OTAN". Blair hubo de salir ayer de nuevo al paso señalando que no permitirá que la aproximación europea en este terreno socave la Alianza Atlántica.
Sin duda, el debate sobre los votos, número de comisarios y otros aspectos institucionales es importante, y España se juega mucho en ello. Aun cuando en el Consejo de Ministros se vote poco, la sombra de un veto o una minoría de bloqueo influye en sus decisiones. La contribución de Aznar al desbloqueo ha sido admitir al fin que ni el Tratado de Niza ni la Convención "son la Biblia". Pero cuando Europa está en un proceso constituyente y definitorio y los países "fundadores" salen a hablar de la "cultura y experiencia europea", resulta improcedente la obsesión del Gobierno de Aznar por la minoría de bloqueo en vez de pensar prioritariamente en cómo aunar mayorías para construir nuevos aposentos del edificio europeo. Lo que falla en la posición española es esta visión conservadora y su política de alianzas. Ante una Unión ampliada en cuyo seno habrá inevitablemente varias velocidades y configuraciones, el distanciamiento de Madrid del eje franco-alemán, en favor de Londres, de la Italia de Berlusconi o de una Polonia que en el futuro muy próximo competirá por fondos europeos con España, no se percibe como una posición de calado histórico.
A estas alturas de las negociaciones no cabe esperar una solución inmediata sobre la reforma institucional, aunque el tono ha sido más positivo. La presidencia semestral italiana de la UE, que finalmente ha decidido actuar como tal, presentará una propuesta de compromiso en noviembre. Hay margen de maniobra, desde los porcentajes de votos hasta el calendario (en 2009 o más allá) para la entrada en vigor del nuevo sistema, de modo que todos, incluida España, se sientan cómodos en esta nueva Unión Europea. Es deseable y razonable esperar que esta cuestión se cierre sin grandes heridas.
Más allá de los debates para expertos sobre oscuros equilibrios institucionales, los ciudadanos esperan que la UE se vuelva a poner en marcha en términos políticos y económicos. Pues tampoco cabe esconder que la ausencia ayer de Bruselas del canciller Schröder se debe a los problemas de un Gobierno desde hace tiempo prendido con alfileres y encargado de llevar a cabo una reforma en profundidad de su economía, la mayor de la Unión. Por eso, y desde la visión compartida por todos de la fragilidad de la recuperación económica europea, es importante la recepción en general positiva que ha tenido la "iniciativa de crecimiento", con proyectos transeuropeos de estímulo al desarrollo a través de la inversión en investigación o en redes de comunicación y de energía, para aprovechar así las oportunidades intrínsecas que ofrece un mercado único tan amplio y vertebrar entre sí los 27 o más miembros con que contará la UE para 2020.
En Bruselas ha vuelto a mostrarse el peso franco-alemán con el nombramiento de Jean Claude Trichet, un profesional respetado, como gobernador del Banco Central Europeo, no para medio mandato, sino para un periodo pleno de ocho años. Su labor no va a ser fácil en un contexto en el que ni Francia ni Alemania respetan el Pacto de Estabilidad en su búsqueda desesperada de soluciones a la falta de crecimiento de sus economías. El presidente saliente, Wim Duisenberg, ha conseguido poner en marcha la unificación monetaria y el propio BCE, tarea ardua ante la heterogeneidad de las economías participantes. Pero ha seguido una política poco ágil ante la evidencia de que el área euro no tiene problemas de inflación, sino de crecimiento: seis de sus doce economías han estado al borde de la recesión durante la primera mitad del año. Ojalá Trichet sea un Greenspan europeo, pues sería deseable que la recuperación de la iniciativa política de Europa coincidiera con la recuperación económica.
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