Poetas resucitados
Se parece a otra película en el personaje protagonista, en los secundarios, en la temática, en el espíritu, en la ambientación, en el vestuario y hasta en el título. Ni siquiera lo han querido esconder. Obviar las similitudes entre El club de los emperadores y El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) es imposible. ¿Le quita esto méritos a una historia, en general, bien escrita, dirigida e interpretada? Pues sí. ¿Se los quita todos? No.
Huele a producto de marketing por los cuatro costados. Han sustituido la poesía por la historia, a Robin Williams por Kevin Kline, a unos rostros adolescentes por otros con el mismo tipo de caras, y a Peter Weir por Michael Hoffman. Aquí empiezan los primeros problemas: Hoffman (con películas tan lineales en su currículo como Restauración, de 1995, o Un día inolvidable, de 1996) es uno de esos aplicados oficinistas de Hollywood que otorgan funcionalidad a la realización, a los que no se les puede objetar ningún defecto, pero que hacen su tarea sin brillantez alguna. Weir es un gran director de productos tan diferentes como Gallipolli, El año que vivimos peligrosamente, Único testigo y El show de Truman, capaz de provocar la lágrima sin caer en el ternurismo, de dar credibilidad a situaciones que rozan lo falsario.
EL CLUB DE LOS EMPERADORES
Director: Michael Hoffman. Intérpretes: Kevin Kline, Emile Hirsch, Rob Morrow, Embeth Davidtz. Género: melodrama. Estados Unidos, 2002. Duración: 109 minutos.
Varios reparos
Más allá de la sensación de ya vista, a El club de los emperadores no se le pueden poner objeciones importantes hasta el momento de la celebración del segundo concurso de Historia (a una media hora del final). Pero, a partir de ahí, los reparos son variados, centrados casi todos en una innecesaria cabezonería por resultar espectacular. Quizá la palabra que mejor defina esta última parte sea peliculera. Da la impresión de que no saben cómo mejorar el mítico "¡oh, capitán, mi capitán!", con los poetas muertos subidos en el pupitre, y se lanzan por un tobogán demasiado empinado.
"La inmadurez se cura, la ignorancia se educa y la embriaguez se serena, pero la estupidez dura para siempre". Es una de las frases en las que se basa el educativo objetivo de El club de los emperadores. Está puesta en boca de Kevin Kline, pero en realidad es de Aristófanes. He ahí uno de sus méritos: mostrar a los jóvenes de la nueva hornada enseñanzas distintas de las que suele dar el cine americano protagonizado por adolescentes.
El club de los poetas muertos marcó a una generación, deseosa (aunque sólo fuera por unos meses) de cambiar el ritmo de sus vidas, de sus prioridades, de sus horizontes. Puede que El club de los emperadores no lo consiga, pero bienvenidos sean los productos de marketing que resucitan la vigencia de valores como la honestidad, el trabajo, la integridad y el valor de la diferencia.
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