La amnesia del futuro
Hubo un intervalo entre el final de la guerra fría y el inicio de la actual edad del terror, un periodo que ha durado más o menos 10 años, principalmente los años noventa. El tema de esta década era el dinero. Los mercados financieros, y en particular los valores tecnológicos, dieron un gran salto hacia adelante y al final cientos de compañías de Internet cotizaron en Bolsa. Las multinacionales adoptaron la actitud autoritaria de los gobiernos y sus directores empezaron a actuar con la actitud decidida de los líderes globales.
Internet se volvió indispensable en la vida de la gente corriente. Muchos empezaron a invertir a través de agencias de cambio en la red. Tenían acceso a un flujo de datos que cambiaba continuamente (noticiarios económicos, informes de analistas, fluctuaciones de mercado en tiempo real). Podían comprar y vender a cualquier hora del día, todos los días de la semana. En cualquier parte del mundo, hombres y mujeres se sentaban delante del ordenador y veían cómo su dinero se multiplicaba en la pantalla.
Ocurrió algo más, menos sujeto al análisis y a los datos. El tiempo pareció acelerarse. Quizá sea normal, para quienes viven en la era moderna, tener la sensación de que el tiempo corre más deprisa. La tecnología nos empuja hacia el futuro, obliga a la historia a permanecer a la sombra y agiganta todos los pequeños anhelos cotidianos que acompañan la pérdida del ritmo normal del paso del tiempo. La accesibilidad se confunde con la necesidad. Aprendemos a necesitar ingeniosos pasatiempos porque los poseemos, no porque sean necesarios. La velocidad tiene el efecto paradójico de crear impaciencia, de hacernos sentir que el tiempo que ahorramos nunca es suficiente.
En esa época el propio futuro parecía impaciente. Era la convergencia de capital y tecnología la que provocaba la aceleración del tiempo. El dinero creaba el tiempo. Daba la sensación de que todos vivíamos en el futuro, en la luminosa promesa del cibercapital, donde las inversiones tienen un potencial ilimitado y los mercados globales se extienden sin control.
Siempre adelante, nunca atrás. Una actitud confiada, exenta de dudas. Hemos dejado de creer en la duda, creímos que el poder de los ordenadores había eliminado la duda. La duda nace de la experiencia del pasado. Pero el pasado estaba desapareciendo. Antes conocíamos el pasado, pero no el futuro, ahora es diferente. Quizá hayamos inventado una nueva teoría del tiempo. Ésta es la amnesia del futuro. Un lugar sin memoria.
Pero la lógica del beneficio empezó a superarse a sí misma y por fin la euforia cesó en la primavera de 2000, cuando el sistema invirtió la marcha. Los mercados mundiales se derrumbaron, el Nasdaq cayó y el Gobierno tuvo que hacer un llamamiento a la calma. El optimismo de los estadounidenses sufrió un daño gravísimo: nuestra fe en un futuro sin límites quedó tocada. Este daño se extendió y agravó al año siguiente, en septiembre, cuando tres aviones desviados de su ruta asomaron en el cielo claro de la mañana para estrellarse contra las Torres de Manhattan y el Pentágono de Washington.
El futuro es ahora. Esto es lo
que quieren creer los estadounidenses. Creemos que el futuro es una invención nuestra. Y es la tecnología la que hace posible esta intimidad nuestra con el futuro. La tecnología es nuestro destino, nuestra verdad. Y a esto nos referimos cuando declaramos ser la única superpotencia del planeta. Los sistemas y las redes que inventamos cambian nuestro modo de sentir y pensar y transforman nuestra percepción del tiempo.
Pero tras el 11 de septiembre, de 2001 el futuro ha tenido que rendirse a una profunda incertidumbre, una brecha en el centro de la conciencia nacional. El derrumbe de las Torres ha cambiado nuestra percepción de cada momento, incluso el más trivial. El lugar en el que vivimos, nuestra forma de viajar, lo que pensamos cuando miramos a nuestros hijos. Un grupo de hombres transformó el perfil de la ciudad. Retrocedimos en el tiempo y en el espacio.
En adelante había dos fuerzas en el mundo, el pasado y el futuro. Siempre han existido, por supuesto, pero quizá nunca habían estado tan claramente enfrentadas. El dominio del pasado asumió la forma televisiva de una red tecnológica global sin límites y fluctuante, y tan obsoleta que tenía que depender del fervor suicida para alcanzar sus objetivos. Las ideas progresan y retroceden y la historia gira sobre sí misma.
Este año, en Irak, hemos encontrado un enemigo encerrado en unos límites concretos, con un ejército uniformado y muchos blancos alcanzables por nuestros sistemas de posicionamiento global y los aviones invisibles. Nos han dado varias razones para esta invasión. ¿Quizá había también una necesidad psicológica, la necesidad imperiosa de usar la tecnología de que disponemos?
De nuevo estamos intentando dar un nombre al futuro, arrancarlo de las manos muertas del pasado. Será un futuro que percibiremos a través de los sistemas de información y de la alta tecnología y que quizá se caracterice por el ansia, no por los pequeños inconvenientes de la lentitud de Internet sino por una condición mucho más expuesta, un futuro en el que viviremos y pensaremos en un estado de continua alerta.
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