Sátira con 'limousine'
El pájaro de la conciencia en la jaula del dinero, o de cómo DeLillo se ocupa esta vez de los estragos de un mundo deshumanizado de valores exclusivamente numéricos. Eric Packer, estrafalario especulador financiero de 28 años, enamorado de Rothko y la poesía, podrido de dinero y a bordo de una limousine de suelo de mármol, recorre la Calle 47 de Manhattan desde su Xanadu de ascensores con música de Satie, en el este de las joyerías y Naciones Unidas, hacia el oeste de los cementerios de coches y las naves industriales, en metáfora horizontal de los contrastes de un capitalismo desaforado. Joyce había retratado Dublín de la mano de Leopold Bloom deambulando por la ciudad durante 24 horas y jugando a unir especulaciones trascendentes y vulgaridades cotidianas. Packer es algo así como el Bloom salido de la vieja Olympic de DeLillo, cuya odisea satírica por los mares de asfalto de Nueva York nace de una en apariencia estúpida obsesión por acudir a la peluquería de su infancia (cuando en realidad el autor juega con haircut, voz jergal con la que referirse a la bancarrota a la que se dirige Packer sin remedio). La barbería es el punto final de un trayecto enloquecido y grotesco que se retrasa por culpa del entierro de una estrella sufí del rap (sic) -en el que desfilan monjas, break-dancers y hasta derviches- y del paso de la comitiva presidencial, y por alivios sexuales diversos con amantes y asesores, una manifestación antiglobalización, entrevistas, delirantes monólogos de su asesino, y visitas médicas a bordo por un irónico problema de próstata del joven cibermillonario. No hay antecedentes ni evolución psicológica del héroe. No existen ni pormenores descriptivos ni esas tentaciones naturalistas en las que Tom Wolfe cae con inmenso placer. Nunca, en realidad, las ha habido en el autor del Bronx, a quien le trae sin cuidado la verosimilitud y cuyas novelas pynchonescas de los setenta revelan un talante experimental todavía vigente aquí. Packer es un personaje plano, un arquetipo, una caricatura de la que se vale DeLillo para emprender lo que a todas luces constituye una autoparodia. En Cosmópolis, DeLillo imita a DeLillo sirviéndose de su habitual poética del humor negro, el gag, las claves y el guiño, de sus diálogos jergales, y de la seductora frialdad que le confieren a sus textos el sincopado fraseo paratáctico, las reiteraciones y el perturbador empleo de un narrador omnisciente camuflado bajo una focalización externa, neutra, con ecos de objetivismo. Desde Libra (1988) o Mao II (1991), DeLillo desperdiga por las páginas de su narrativa la iconografía popular de la América contemporánea, limousinas, high-tech gadgets, pistolas, grafitis, el Dow Jones o los ídolos del béisbol, da igual, entroncando con Warhol o con las composiciones pop de Tom Wesselman, en las que conviven con los personajes vasos de milk-shake, Coca-Cola y paquetes de Lucky Strike. También en Cosmópolis el caricaturesco plutócrata Packer parece haberse colado en una naturaleza muerta tecnológica.
COSMÓPOLIS
Don DeLillo. Traducción
de Miguel Martínez-Lage
Seix Barral. Barcelona, 2003
239 páginas. 18 euros
El caso es que tras el interludio intimista y neodadaísta de Body Art (2001), Cosmópolis recupera la sátira social y el deseo de una historiografía novelada y desmitificadora del mundo contemporáneo -aquí el paraíso financiero de los noventa, desde el fin de la guerra fría al advenimiento de lo que él denomina "la era del terrorismo"- con la que DeLillo se ha ganado a pulso la admiración de los lectores más exigentes, pero lo hace con una novela de menor alcance y excelencia literaria que sus magníficas Americana (1971) -con la que Cosmópolis comparte cierta épica automovilística y el héroe de 28 años- y Submundo (1997), digamos que se queda en un desaplicado juguete satírico que disfruta enlazando capitalismo y tecnología a través del mencionado Packer, suerte de muñeco concebido por DeLillo para advertirnos con humor de la paranoia y el esnobismo surrealista que impera en la cúpula de nuestro sistema decadente, vendido al dinero intransitivo.
Nadie discute ya que el mérito mayor del extraordinario universo narrativo de DeLillo es el de haber configurado una retórica de nuestra época, pero las simpáticas correrías de Packer, nuevo Ulises camino del peluquero, están más cerca del formato bolsillo que del flamante cartoné, ustedes ya me entienden. No obstante lo anterior, lo importante es que esta gélida farsa de la riqueza extravagante y el misticismo electrónico, como la llama John Updike en The New Yorker, contribuya a proclamar en nuestro mercado, que hasta ahora le ha sido en extremo ingrato, la buena nueva del visionario e impagable autor de Submundo.
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