Vermeer y Scarlett Johannson, dos brillantes manifestaciones de la belleza
Peter Webber presenta 'La joven de la perla' y Edgardo Cozarinsky su 'Crepúsculo rojo'
Siguiendo con el juego de cada oveja con su pareja, la programación oficial de la octava jornada del certamen ha hecho coincidir dos filmes que, en mayor o menor medida, tienen en la pintura el denominador común: Girl with a pearl earring (La joven de la perla), dirigida por Peter Webber, y Dans le rouge du couchant (Crepúsculo rojo), del argentino afincado en París Edgardo Cozarinsky y protagonizada por Marisa Paredes.
La joven de la perla, coproducción británico-luxemburguesa, es la adaptación cinematográfica de la novela de éxito de igual título, escrita por Tracy Chavalier, y que, pese a la osadía que supone realizar un filme sobre uno de los cuadros más famosos de Vermeer, el resultado es una pequeña joya de ritmo, elegancia y cuidada ambientación de los detalles, con una protagonista deslumbrante, Scarlett Johannson, una joven actriz capaz de hipnotizar a los espectadores con la profundidad de su mirada. Se dio a conocer como la niña accidentada de El hombre que susurraba a los caballos, el emotivo y hermoso filme de Robert Redford, y acaba de triunfar en el último Festival de Venecia como coprotagonista de la nueva película de Sofia Coppola, Lost in translation (Perdidos en la traducción), donde su guionista y realizadora es la prueba evidente de que el genio y el talento pueden ser hereditarios.
El portugués Eduardo Serra recrea de forma extraordinaria la luz de Vermeer en el cine
Peter Webber, un realizador que procede, básicamente, del campo de los documentales, muestra la vida cotidiana de uno de los mayores creadores de la historia de la pintura, Johannes Vermeer, en la Holanda de la segunda mitad del siglo XVII, y lo hace a través de la peculiar relación que mantuvo con Griet, una joven criada de seductora presencia, dotada con una extraordinaria e intuitiva sensibilidad para la luz y el color, dos de las claves del quehacer del pintor y en las que su maestría es indiscutible. Pero si el reparto y la ambientación coadyuvan en gran medida a la calidad de la película, en este caso la mayor responsabilidad de la misma recaía en el director de la fotografía. Los claroscuros, los brillos de las ropas, el dominio de la luz es esencial en Vermeer. Adaptar todo ello al cine es, a priori, el mayor reto que puede aceptar el fotógrafo de la misma. El portugués Eduardo Serra lo asume y, ciertamente, logra un trabajo brillante, espectacular. Curtido en mil batallas cinematográficas, ha trabajado en producciones norteamericanas como El protegido, de M. Night Shyamalan, con una superestrella como Bruce Willis, y, con más frecuencia, en Francia, donde es fotógrafo habitual de Claude Chabrol, entre otros. Con el riesgo de decir una tontería desde la ignorancia técnica, dudo de que en la actualidad haya media docena de fotógrafos en todo el mundo de la calidad de Eduardo Serra.
El segundo de los filmes exhibidos a competición, Crepúsculo rojo, una coproducción franco-española con Marisa Paredes, Bruno Putzulu y Féodor Atkine en los papeles protagonistas, dirigida por Edgardo Cozarinsky, bonaerense que reside en París desde 1974, narra una confusa historia de tres argentinos en la ciudad-luz: un joven que llega desde Buenos Aires con un Corot oculto en el forro de la gabardina, con el que espera resolver los duros comienzos en una nueva ciudad; una psiquiatra con recurrentes pesadillas de las torturas a las que fue sometida una compañera de juventud en la Argentina de los generales, y a la que para más abundamiento en la desesperación se le suicida una joven paciente por el directo método de abrir el balcón y arrojarse al vacío, y un pintor que hace tiempo dejó el laborioso espacio de la creatividad para dedicarse al más rentable mundo de las falsificaciones, compañero juvenil de picnics y manifestaciones de la atormentada psiquiatra. A ello hay que añadir una porción de reflexiones literarias sobre las raíces urbanas de los protagonistas, la nostalgia de un entorno y un tiempo que ya sólo existe en sus memorias -suponemos que, directa o indirectamente, lacanianas- y una guinda de pasión, visualizada en un salón de baile de tangos en Budapest (Hungría). El cóctel resultante es Crepúsculo rojo, un combinado de escaso éxito y, sin duda, plúmbea resaca.
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