Roberto Verino inunda la Pasarela Cibeles con el mensaje de las bondades del mar
El raso, los tacones altos y la gráfica del 'op-art' se imponen para primavera-verano 2004
La 38º edición de Cibeles se abrió ayer con el desfile de Roberto Torretta, en el que da un giro desde lo comercial que le beneficia y singulariza, acentuando la sensualidad y la silueta. Javier Larrainzar se hundió en un mar de tejidos caros y Jesús del Pozo hizo un desfile de taller sin innovaciones. Mientras Duyos se regodeó en una especie de arte del ridículo con intentos de humor, Roberto Verino, muy oportuno y lírico, llevó de la mano al público hasta el mar: sirenas, atlantes y el mensaje de que el mar, por eterno, deja en la orilla cosas maravillosas, y no sólo chapapote.
Los pantalones de todo largo y factura se han reconocido como la apuesta del futuro
El raso, los pantalones de todo largo y factura se han reconocido como directrices de futuro.
Torretta abrió Cibeles con un desfile elegante, bien estructurado, basado en su idea de una mujer que arroja su sensualidad allí por donde pisa, a través de vestidos cortos y suaves, estampados op-art que recerdan al mismo tiempo a Pucci y a los años gloriosos de Courrèges. Torretta pone énfasis en los grandes escotes en uve, las superposiciones de lo vaporoso, las espaldas abiertas y el siempre sofisticado verde petróleo, amén del negro y el geranio para la napa y el frambuesa para el raso brillante.
Javier Larrainzar, irregular pero mejor que en febrero pasado, usó tejidos lujosos que se imponen sobre cualquier tentativa del estilista, con el dorado como obsesión y el rosa como constante, acercándose a Ralph Laurent y a Carolina Herrera, pero en castellano profundo. Hubo grandes flores pintadas en plata sobre sedas y una serie final mejor entonada que las otras, con rasos en naranja y verde oliva, hasta finalizar con el maridaje siempre justo del blanco y del negro, con gracia también sus trajes chaquetas acompañados de minifaldas: un sueño para ejecutivas agresivas. Fue al final del desfile de Larrainzar la despedida oficial de Nieves Álvarez de las pasarelas, con flores, alguna lágrima y su elegancia, que se añorará. Jesús del Pozo sembró algo de desconcierto con un desfile ecléctico que parecía pensado por un equipo y no por una sola persona. Empezó en sus trece, con una esclavina-torera en crudo, de cuello alto muy inspirada, para pasar a plisados irregulares o tablas asimétricas que se enrocan en volúmenes. Adecuándose a los tiempos que corren, hizo hasta tímidos parches geométricos, pintura de flores gigantes y faldas a capas. Una abertura frontalpuso el acento sensual a los años cuarenta, aderezado con los sombreritos cook, tan neoyorquinos como inútiles.
Del Pozo se basó en la soltura y no puso demasiado esfuerzo renovador. Incidió en sus aciertos y estilo de siempre, con largo rodillero y exceso de brillos para lo que es su estética. Y lo mejor estuvo en las cuatro salidas finales, donde el vaquero raído se alía con el tul y otras potentes calidades de fiesta.
Ya por la tarde, Ángel Schlesser mostró su gusto por la sobriedad, el punto exquisito y muy fino, las líneas cortantes y los pequeños cuadros ingleses; sin apartarse de su estética, heredera de un gusto minimalista y burgués, Schlesser mostró cierto desmarque con momentos de color, algún que otro lazo o volante muy pequeños y botones como doblones, siempre más plásticos que funcionales. Finalmente se apoyó en tejidos metalizados y lisos, en un largo de la falda que oscila entre la mini y la rodilla.
Duyos creó una escenografía basada en el peor gusto posible, una descabellada reivindicación de lo más hortera queriendo imponerse como lo más chic, una propuesta llena de riesgo con ropa irónica y una absurda reincidencia en las máscaras y las ataduras en las modelos de tan infausto recuerdo en Cibeles.
Finalmente, cerró Verino con un potente desfile cuyo fondo moral es tan importante como sus formas más aparentes: el mar y sus bondades. Sirenas de curvas sacadas de un cómic de Manara, muchachos que las persiguen por la arena, castigados por la pasión del salitre. Piezas cercanas a la costura donde la piel, el encaje o el punto gana su propia vida, a veces con estampaciones simbólicas: caracolas en las que se oye el oleaje, caricias del pelo de las sirenas que son también olas. Colores que van del aguamarina y el rojo al negro pasando por mucho blanco. Una soberbia demostración de oficio y de olfato, llevando lo ponible (el mercado) a un terreno de singularidades; el sofisticado viaje de regreso al sol, pero vestidos y vestidas para conquistar tierra firme.
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