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Columna
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Brecha social y brecha digital

Joaquín Estefanía

En el artículo La desconvergencia social en Europa (EL PAÍS, 16 de septiembre de 2003), el catedrático Vicenç Navarro no ha hecho más que actualizar lo que venía desarrollando en sus últimos libros (Neoliberalismo y Estado del Bienestar; Globalización económica, poder político y Estados del Bienestar; Bienestar insuficiente, democracia incompleta): que hay una brecha social cada vez superior entre nuestro país y la media de la UE, manifestada en el alejamiento entre el gasto público social español (pensiones, sanidad, ayuda a la familia y los servicios de prevención de la exclusión social) y el europeo. Inmediatamente, el ministro de Trabajo y portavoz del Gobierno, Eduardo Zaplana, salió a desmentirle con datos poco convincentes. No hay que ser vidente para anunciar una próxima campaña publicitaria del Ejecutivo en este asunto, con motivo de la presentación de los Presupuestos Generales del Estado.

En el balance de la etapa Aznar hay otro capítulo gemelo a la brecha social: la brecha digital. Este concepto (digital divide) comenzó a ser utilizado en EE UU a mediados de los noventa para referirse a las desigualdades sociales que surgen a medida que se desarrollan las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC). Según el Departamento de Comercio de EE UU, "algunas personas disponen de los ordenadores más potentes, el mejor servicio telefónico y el servicio de Internet más rápido, así como la riqueza de contenidos y una educación y aprendizaje relevante para sus vidas... Otro grupo de personas no tiene el acceso a los mejores y más modernos ordenadores, al servicio telefónico más seguro, o al servicio de Internet más rápido y conveniente. La diferencia entre estos dos grupos es la brecha digital".

Cualquier estudio ecuánime y todos los indicadores existentes demuestran que España está a la cola de Europa en inversión en I+D+i (investigación, desarrollo e innovación) y en el uso de las TIC. Según el último Informe Cotec, de antes del verano, España dedica anualmente a I+D+i el 0,97% del PIB, casi la mitad de la media de la UE y muy por debajo de algunos de los países de su entorno, como Francia (2,18%), Alemania (2,49%) e Italia (1,07%). Los datos del Informe anual sobre el desarrollo de la sociedad de la información en España, que cada año edita la Fundación Auna, son deprimentes: se cuente como se cuente (población usuaria de Internet, seguridad en la Red, infraestructuras, Internet en la empresa, banda ancha, gasto público, entorno innovador, etcétera), España está en los últimos lugares de los países europeos. Sólo Grecia tiene un índice de penetración de la sociedad de la información peor que el nuestro. Siendo esto malo, peor es la tendencia, pues nuestro país forma parte del pelotón de naciones que experimentaron un estancamiento en 2002.

Para rizar el rizo, si se descompone ese ínfimo porcentaje del PIB que se utiliza en I+D, aparece otra muñeca rusa: según datos de la cátedra Unesco de la Universidad Autónoma de Barcelona y de la Fundació per la Pau, desde 1996 entre el 40% y el 50% del dinero destinado a I+D en los Presupuestos se ha dirigido a I+D militar.

En el año 2000, la UE celebró la cumbre de Lisboa. Los mandatarios concluyeron la necesidad de hacer de Europa "la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo en 2010, capaz de mantener un crecimiento sostenible con más y mejores puestos de trabajo y mayor cohesión social". Un año después, en Barcelona, se concretó ese esfuerzo: el objetivo era destinar el 3% del PIB en I+D en 2010. Dos líderes sobresalieron en el esfuerzo propagandístico de esa modernidad: Blair y Aznar. Tres años después, la realidad ofende en nuestro país y quienes hacen bandera de la modernidad europea, a través de la sociedad de la información, son los representantes de la vieja Europa, Francia y Alemania.

Estos dos países tienen un déficit público por encima del 3%, pero en la comparación de las brechas social y digital están en la primera división. España, con un déficit cero, está a la cola. ¿Merece la pena? ¿En qué consiste la convergencia real, no la macroeconómica?

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