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Para una biblioteca del exilio

"Yo soy la Guerra Civil. Yo soy la buena Guerra". Con esta frase -la más terrible que conozco sobre lo peor y más terrible que he vivido- abre el casi olvidado Montherlant su obra teatral La Guerra Civil, en la que trató en 1965 la acaecida en Roma entre César y Pompeyo poco antes de la batalla de Farsalia, que la decidió a favor del primero. Pero ¿por qué ir tan lejos? Bien es verdad que guerras civiles las ha habido siempre y que hasta se dice ahora que todas las guerras lo han sido (civiles). Lo cierto es que yo mismo no conocí la nuestra, que estalló cuando apenas había cumplido los diez meses de edad y que sólo sufrí sus secuelas. Pero fueron imborrables, desde luego, empezando por la primera palabra que aprendí a pronunciar: "¡Pum!". Todo un programa.

De hecho, ni la viví ni la conocí, como si sucediera a mi lado mientras yo apenas me enteraba de nada, o casi, pues, además, había caído sobre todos los españoles de la época -y del interior- una espesa capa de silencio sobre cualesquiera huellas del periodo que no fueran las de la información (propaganda) del bando vencedor. ¿Pena perdida? No tanto, pues si a estas alturas se sabe que fueron los franquistas quienes ganaron la guerra y perdieron la paz, eso se dice de manera tan genérica como mendaz. De hecho, basta ver cómo hoy es nuestro país, qué instituciones y líderes lo gobiernan, cuáles son sus valores, en qué creemos y qué cantamos y leemos para saber que seguimos donde estábamos, que los que nos pasaron por encima entonces nos lo siguen pasando de nuevo una y otra vez.

La Guerra Civil española del siglo pasado fue un modelo histórico de primera magnitud en su género, quizá la peor y más larga de todas, con lo que según el oxímoron (figura retórica que contrapone dos sentidos opuestos para intensificar el significado de lo que se dice) del bien olvidado Montherlant, menos mal, es el mejor escándalo posible para sacarnos a todos de nuestros quicios. Ahí es nada decir que lo peor -la guerra- puede ser lo mejor, como si el exceso del mal lo redimiera de sí mismo. Lo malo lo sigue siendo, aunque cambien sus medidas y sus protagonistas. El silencio sobre todo ello fue siempre el arma de los vencedores, lo primero que se nos impuso, y lo que hasta, al final y después de tantos años, tuvimos que conceder en función de facilitar un "consenso" que nos permitiera seguir viviendo (hasta Felipe González y Juan Luis Cebrián así lo confesaron en su último diálogo). El consenso es la negación de la democracia, y el silencio, la primera de sus armas.

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Pero no voy a hablar de la guerra, aunque no haya ninguna otra para ninguno de nosotros -incluso entre los partidarios del olvido-, sino de uno de sus resultados, el del exilio exterior (también lo hubo interior, ése es otra parte del problema), quizá el más doloroso, pero también el más fecundo, pues no es posible expulsar a tal cantidad de españoles de su tierra sin que nadie advierta nada. Mi acercamiento a la producción literaria escrita y publicada en español lejos de España fue algo inevitable dentro de mi formación y trabajo desde que traspasé la edad de la razón y pude empezar a leer y escribir sobre lo que leía desde mediados de los sesenta. Entonces, la censura no era tan dura y pude hablar de autores y libros españoles vivitos y coleando, poco conocidos entonces del gran público. Contando con la experiencia de algunos de nuestros mayores -Aranguren, Alborg, Pérez Minik, entre otros-, el tema de la literatura del exilio se convirtió en una necesidad política y cultural de primera magnitud que vino a tomar el relevo a la frustración de la narrativa social de finales de los cincuenta.

Bien, todo aquello abrió horizontes, enriqueció nuestra cultura y nos proporcionó trabajo y cierto renombre a todos, escritores, profesores, periodistas que, en su mayor parte -salvo los primeros-, siguen en pie todavía. Yo contribuí entonces con múltiples críticas y comentarios y con una antología a todo aquello, y con mis mejores intenciones, que hasta me inspiraron una certeza que hoy, a toro pasado, confieso equivocada. Yo pensaba que la literatura del exilio no era un "anexo" de nuestra literatura en general, sino una parte sustancial de ella, que su destino final sería el de entrar a configurar el "canon" colectivo de las letras españolas del siglo XX. Esto es, que nuestra "literatura del exilio" tenía que desaparecer como tal inserta en el canon general de las letras españolas de siempre, eso sí, cuando la vida española se hubiera consolidado en una democracia posterior normal en la que todos creíamos.

Hubo intentos muy estimables de recuperación, de los que recuerdo algunos nombres -Manuel Andújar, Carlos Gurméndez, José Luis Abellán, las editoriales Andorra, Delos-Aymá, Anthropos, Destino; perdón por la escasez injusta de las citas-, pero todos los intentos fracasaron antes o después, sumidos en la vorágine consumista y globalizadora de nuestra industria cultural. Aunque he aquí que desde hace tres o cuatro años, un puñado de profesores universitarios, liderados desde la Autónoma de Barcelona por Manuel Aznar Soler, crearan el "Grupo de Estudios sobre el Exilio Literario" (GEXEL) con motivo de cumplirse el 60º aniversario del final de la Guerra Civil. Con un esfuerzo impar, consiguieron, con la ayuda de muchos de sus colegas, de universidades y autonomías, celebrar unos quince congresos en un par de años sobre temas relacionados con la literatura española del exilio, y montaron al final una excelente "Biblioteca del Exilio", sobre la que hoy he querido llamar la atención.

Una biblioteca del exilio es algo absolutamente necesario para nuestra memoria -¿por qué hablamos tanto de "desmemoria" (horrorosa palabra) y tan poco de "memoria", que es lo más importante de todo?-, pues "un hombre sin memoria es un hombre sin pasado, y un hombre sin pasado no es un hombre": una colectividad sin pasado no existe como tal, es una sociedad enferma sobre la que no se puede edificar democracia alguna, pues todo en ella es falso, como el enfermo de Alzheimer ya no es una persona de verdad. Tras tantos intentos frustrados y desatendidos por la industria cultural, el grupo GEXEL, bajo la dirección de Aznar Soler, ha reunido a muchos de sus colaboradores y a cuatro editores -Renacimiento (Abelardo Linares), Do Castro (Díaz Pardo), José Esteban y el propio Aznar Soler- que están publicando una misma colección bajo este título, que considero algo fundamental no sólo para nuestra cultura, sino para nuestra sociedad y nuestra verdadera democracia. Han publicado hasta ahora 12 volúmenes (Juan Rejano, Lorenzo Varela, Juan Chabás, Esteban Salazar Chapela, Carmen de Zulueta, Eugenio F. Granell, Herrera Petere, Luisa Carnés, José Ricardo Morales, Luis Cernuda, Paulino Masip y María Teresa León) y la lista anunciada llega a los cien autores. Ojalá lleguen y, además, se pasen, pues falta nos hace; material hay de sobra y las ediciones son muy correctas, están bien preparadas y presentadas y, además, no son caras. En resumen, se trata de un monumento necesario que nos hace más falta que el comer, quizá como el respirar. Este año que ha pasado, este mismo periódico, al que al final he vuelto (ya se ve por qué), ha publicado muchas informaciones sobre las víctimas de la Guerra Civil. Hace poco daba la palabra a un norteamericano que está investigando una de las numerosas tumbas anónimas de la guerra y que se extrañaba del desinterés de los españoles por el tema. Todos los que allí trabajaban eran extranjeros. Nosotros, como si se tratara de Atapuerca. Pues bien, elijan ustedes entre Atapuerca y el Alzheimer, que al final siempre nos quedará la televisión, el calor y el sudor, pero que eso de la democracia no ha sido más que un sueño, y que vivan las cadenas.

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