La plaza de Catalunya: la malquerida
Llevaba 30 años en Barcelona cuando por primera vez conocí a una persona que vivía en la plaza de Catalunya. Algunas noches puede que haya más gente durmiendo al aire libre que en las casas. Sólo el dinero reposa tranquilo en las cajas fuertes de los bancos. Casi nadie vive en la plaza de Catalunya. Por eso es la malquerida. No tiene patriotas que la defiendan.
Hay una maldición sobre esta plaza, como si alguien quisiera reírse de una ciudad que tiene el diseño como religión oficial. Los arquitectos, cuando se enfrentan a ella sufren una manifiesta pérdida de autoestima. El perímetro de la plaza es una insólita acumulación de edificios sin atributos precisos, como si sus autores los hubiesen despachado en horas de aburrimiento. Ni siquiera son feos. Son sosos. En la plaza de Catalunya no hay sitio para la lírica. Tan grande es el tedio estético que el mastodonte de El Corte Inglés adquiere singularidad, aunque sólo sea por su tamaño. Por si la desgracia no fuera suficiente, le cayó un Subirachs en uno de sus vértices.
Los barceloneses se mueven casi siempre por los lados de la plaza porque están de paso. Sus aceras compiten con la calle de Pelai por el récord de transeúntes por minuto. Pero todos van con prisa, camino del aparcamiento subterráneo, de los autobuses o de El Corte Inglés, los tres focos de aspiración de la malquerida. Pero las desgracias nunca vienen solas: las autoridades municipales decidieron fracturarla con dos barreras: dos hileras de paradas de autobuses que cortan cualquier posibilidad de sintonía entre el centro peatonal y las aceras laterales. Para añadir más elementos disuasorios la parte norte del espacio central es territorio de la policía, con sus coches y sus caballos. Los pocos transeúntes que se aventuran a andar por ella sufren a menudo algún salpicón de los surtidores.
Donde va la gente van los buscavidas. Antes de cruzar los autobuses, hay que sortear pedigüeños de origen diverso y grados distintos de desamparo (entre la soledad del paria y la red organizada), intérpretes del futuro, impenitentes buscadores de Bin Laden, trileros de paso fugaz, profesionales del top manta, homeless que buscan cobijo en las puertas de los bancos, y una banda musical de peruanos sobre cuyas riquezas abundan las leyendas entre los taxistas barceloneses.
Después de salvar el laberinto de los autobuses viene lo bueno. No es el paraíso. Es una tierra resbaladiza que los días de lluvia hay que evitar o pisar con sumo cuidado. De pronto el espacio se ensancha, porque la mayoría de gente no llegó hasta aquí. Algunas parejas de amantes retozan en unos parterres de hierba sucia; grupos de inmigrantes, la mayoría de ellos negros, a menudo con la compañía de alguna chica rubia no se sabe muy bien si atraída por el morbo o por la compasión, hacen corros, dejando que el tiempo fluya a la espera de la oportunidad; unos pocos turistas se fotografían; dos carritos de bebidas y regaliz conforman un atrezzo de irreparable cutrismo; unos pocos hombres caídos de la rueda del consumo tratan de dormir su fatiga eterna. Todo ello con quietud, y a un ritmo mucho más lento que en el entorno, sólo roto de vez en cuando por la aparición de la policía en busca de sin papeles, por el paso rápido de algún apresurado señor con corbata y cartera que tomó la diagonal de la plaza para ganar tiempo, o por la impertinente acción de algún amigo de las palomas.
Sin aspavientos, con la discreción de quien no tiene padres ni apenas protectores, el centro de la plaza de Catalunya es como un reverso de la ciudad, en su mismo corazón, a disposición de todo aquel que quiera intuir alguna cosa acerca de aquella exterioridad necesaria para que sea posible el interior normalizado de la ciudad bienquerida y tantas veces encumbrada. Aunque, si no fuera por la barrera de los autobuses, quedaría claro que son la misma cosa.
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