Vuelta a empezar
Si quedaba algún resquicio de esperanza para que israelíes y palestinos recompusieran su imposible relación al dictado de la Hoja de Ruta, ha quedado disipado en las 48 horas que comenzaron con la voladura el martes de un autobús en Jerusalén por un clérigo dinamitero de Hamás. Los clavos en el ataúd del enésimo intento de convivencia entre los dos bandos se han sucedido con rapidez: Ariel Sharon ha cerrado Cisjordania y Gaza, suspendido la devolución de dos ciudades y sus helicópteros han reanudado el terrorismo de Estado asesinando a un alto dirigente de Hamás. Inmediatamente, los dos mayores grupos extremistas islámicos han dado oficialmente por liquidada la moribunda tregua decretada a comienzos de julio.
Los acontecimientos de Oriente Próximo desafían los planes de sus árbitros siempre para peor. Bush anunciaba que la caída de Sadam Husein y la consiguiente normalización iraquí obraría benéficamente sobre el envenenado conflicto palestino-israelí, privado de uno de sus más cualificados agitadores y financiadores. Se suponía también, en ese escenario, la atención preferente y continuada de la plana mayor estadounidense al enfrentamiento más duradero y trascendente de nuestro tiempo. Pero Irak, lejos de estabilizarse, se sume progresivamente en el caos.
Y Washington comienza a verse desbordado por los frentes militares o potencialmente explosivos que tiene abiertos en medio mundo, muy especialmente Irak y Afganistán.
El atribulado primer ministro palestino, rehén desde que asumiera el cargo de los extremistas de su propio pueblo, anuncia el final del diálogo con las organizaciones terroristas y promete mano dura. Pero presumiblemente son palabras vacías. Abu Mazen, acosado por Bush y Sharon, boicoteado por el presidente Arafat, quizá represente la voluntad de paz de la mayoría de los palestinos, pero quienes poseen la capacidad de dinamitarla son otros que no le reconocen como jefe. Ni Hamás ni la Yihad ni los Mártires de Al Aqsa tienen interés alguno en acuerdos de alto el fuego o arreglos diplomáticos. Y no hay Estado palestino posible -ése que debería alumbrarse en 2005, a la vuelta de la esquina- si antes sus representantes legítimos no se han asegurado el monopolio de la fuerza. Un Estado no puede nacer secuestrado por poderosas bandas de fanáticos, por aparentemente patrióticos que sean sus objetivos declarados.
La insuperable desconfianza de los dos bandos se ve agravada por la manipulación del enfrentamiento por parte de sus dirigentes y sus aliados internacionales respectivos. Una
formidable maquinaria de propaganda asentada en emociones a flor de piel está disparada en Oriente Próximo y tergiversa cada movimiento, iniciativa o declaración para convertirlo en nuevo argumento de odio y revancha. Entretanto, decenas de miles de personas dejan sus vidas o sus esperanzas en el camino a ninguna parte de una confrontación intratable.
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