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Aznar y el soberanismo nacionalista

Estuvo oportuno José Luis Rodríguez Zapatero cuando recordó a Aznar, que, si España tiene un problema de cohesión territorial, lo tiene desde hace siete años, período de mandato del actual presidente del Gobierno. Una afirmación que admite un desarrollo necesario, para evitar manipulaciones interesadas en el tratamiento del terrorismo y la situación vasca, abordado por el Gobierno del PP con una visión puramente electoralista. En su día, el PP y sus voceros mediáticos insistieron en la idea de que el radicalismo nacionalista se fraguó cuando los socialistas compartían gobierno de coalición con el PNV. Se cuidaron de recordar que el presidente Aznar abrió su mandato con un pacto de intereses con el nacionalismo, que excluía deliberadamente cualquier tipo de entendimiento relacionado con la lucha contra ETA y en defensa de la legalidad democrática, constitucional y estatutaria.

"Le viene de perlas al PNV, porque la confrontación aumenta su griterío victimista".
"Si España tiene un problema de cohesión territorial, lo tiene desde hace siete años".

Se omitió este dato, porque recordarlo equivale a reconocer que la radicalización soberanista del nacionalismo se gestó bajo el paraguas político de Aznar. Porque ese acuerdo que no se quiere recordar, lejos de responder a una política de Estado, obedecía a una coincidencia de intereses del PNV y del PP, que, por motivos diametralmente opuestos, conspiraban contra la política de unidad democrática contra el terrorismo, que había sido una constante en la etapa socialista. A ambos les interesaba tener las manos libres, pensando en sus propios cotos electorales.

Le vienen bien a Aznar y a su partido el rifirrafe continuo que, venga o no a cuento, mantienen con el PNV, porque de esa forma se convierten en paladines de un cierto neonacionalismo español, del que la famosa bandera de la Plaza de Colón sería su resumen más emblemático. Le viene de perlas al PNV, porque el de la confrontación entre nacionalismos de distinto signo es su terreno de juego, el que tapa sus ineficacias y aumenta su griterío victimista. Les viene bien a ambas derechas enfrentadas.

De algún modo, la posición actual del PP con respecto a Euskadi es equiparable a la que mantiene el nacionalismo con Navarra. El nacionalismo es perfectamente consciente de que en Navarra tiene muy poco que hacer y que su potencial de crecimiento es muy limitado; y de que, cuanto más insista en incluir a este territorio en sus reivindicaciones, más va a engordar el navarrismo de UPN. Del mismo modo, el PP hace del antinacionalismo eje de su política en el País Vasco sabiendo que va a engordar el nacionalismo, pero también lo asume pensando en la recompensa electoral que va a tener en el resto de España.

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Por eso, precisamente, sigue siendo el Gobierno central, y no el Partido Popular (y mucho menos el Partido Popular en el País Vasco), quien lleva la iniciativa política de la derecha en Euskadi, convirtiendo así la lucha entre las fuerzas políticas vascas en un enfrentamiento sin fin y sin salida entre instituciones autonómicas y estatales. Y, además, haciendo imposible la alternancia al nacionalismo que dice defender. ¿Alguien se cree de verdad a estas alturas que éste es el objetivo que persigue el PP? Si fuera así, el PP habría tomado buena nota de la autocrítica hecha por el propio Mayor Oreja tras las elecciones del 13 de mayo de 2001. ¿O acaso no reconoció expresamente por aquellas fechas el frustrado candidato a lehendakari de la derecha la necesidad de presentar alternativas desde el País Vasco, y no desde los despachos de Madrid?

Pese a todo, la estrategia del partido del Gobierno sigue inalterable, en manos prácticamente exclusivas del presidente Aznar y sus ministros. Y esta situación produce un curioso efecto de legitimación del nacionalismo y del Gobierno de Ibarretxe. Y es que, si el nacionalismo justifica su razón de ser y su dominio en razón de "la bota de Madrid", Aznar parece empeñado en engordar y dar visibilidad al mito, haciendo que todo lo español resulte antipático precisamente en la comunidad autónoma que, no sólo asume con naturalidad lo español, sino que, además, es la que seguramente más disfruta de España.

Me pregunto si los resultados desconcertantes, por contradictorios, de la última encuesta del Euskobarómetro no tienen nada que ver con el mantenimiento de esta estrategia. ¿Cómo es posible que una ciudadanía que se identifica por abrumadora mayoría con el Estatuto de Autonomía, que considera que el Estatuto ha sido un factor de progreso económico y social y que rechaza el Plan de Ibarretxe, sea la que, al mismo tiempo, valore a éste último y al presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, muy por encima de cualquier otro político vasco? Quizá la explicación haya que buscarla en el hecho de que, cuando se opta por una confrontación entre nacionalismos, gana siempre el de casa.

Eso es algo que parece tener muy en cuenta el ministro de Relaciones Intergubernamentales de Canadá, Stéphane Dion, cuando, refiriéndose al soberanismo de Québec y sus problemáticas relaciones con la federación canadiense, afirmaba, en entrevista concedida a José Luis Barbería, (El País, del 6 de julio), que "no opongo un nacionalismo a otro, porque yo estoy por la identidad plural". Según explica el propio Barbería, este político entiende que "los partidarios de la unidad no pueden comportarse como los secesionistas". Mientras éstos últimos pueden permitirse el lujo de agravar el conflicto en beneficio de la separación por la que trabajan, "los federalistas no pueden irritar gratuitamente o aparecer como odiosos ante la población que pretenden conservar". ¿Le dirán algo a Aznar estas recomendaciones? Me temo que no, porque su política va en sentido absolutamente contrario a unos criterios tan razonables.

Javier Arteta es periodista.

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