Bush y las armas nucleares de potencia reducida
En el poco tiempo transcurrido desde la invasión de Irak, los hechos van clarificando ante la opinión pública mundial que la enorme conmoción generada por los ataques terroristas del 11 de septiembre permitió al equipo de George W. Bush emprender un cambio trascendental en la definición de la política exterior de su país. Así, en las últimas semanas y con cierta discreción, la Administración de Bush, respaldada por la mayoría republicana en las Cámaras, está tratando de dar un paso más en su doctrina de seguridad estratégica: intenta conseguir que el Senado vote a favor de levantar la prohibición que impide la investigación sobre armas nucleares de potencia reducida (mini nukes), una prohibición establecida hace más de diez años por la denominada ley Spratt-Furse.
La nueva política exterior norteamericana es producto de la amalgama que se opera, tras el 11-S, entre nacionalistas conservadores (como Dick Cheney y Donald Rumsfeld) y extremistas denominados neoconservadores (como Paul Wolfowitz y Richard Perle), que defienden dos planteamientos básicos: Estados Unidos ha de usar el poder militar como primer recurso y puede construir un nuevo orden mundial a partir de su poder militar. De ahí que se retome el concepto de guerra preventiva que Paul Wolfowitz propuso hace más de diez años pero que había sido rechazado de plano por la Administración de Bush padre. Por ello, la respuesta norteamericana al terrorismo internacional no ha seguido una estrategia basada en amplias alianzas para garantizar la información más eficaz posible, sino que puso en marcha un plan encaminado a derribar en el mundo islámico regímenes identificados a la vez como autoritarios y "canallas" (rogue states), utilizando, de forma unilateral en la práctica, la enorme fuerza militar norteamericana.
Este nuevo paradigma de la política exterior de EE UU se ha ido articulando por pasos que culminan ahora en el intento de derogar la ley Spratt-Furse. El primer paso fue la guerra de Afganistán, en donde el proceso de establecimiento de una democracia viable se encuentra en un callejón sin salida. El segundo es la publicación, en septiembre de 2002, de la nueva doctrina de seguridad estratégica, que recoge el concepto de ataque preventivo en el caso de que Estados Unidos estime suficiente la posible amenaza a su seguridad. No cabe duda de que la tecnología actual llevará a modificar el concepto de prevención, y presumiblemente a acortarlo, pero, como la reacción internacional ha puesto de manifiesto, incluyendo en este aspecto al mismo Tony Blair, en un mundo globalizado la prevención no puede separarse del orden y de la legitimidad internacionales. El tercer paso ha sido la conquista de Irak. Se está discutiendo en estos momentos hasta qué punto Bush y Blair engañaron a sus opiniones públicas y a la mundial, exagerando el riesgo que implicaban las armas de destrucción masiva en poder de Sadam Husein. Creo que pronto quedará claro que el propio debate es engañoso: Irak fue atacado no porque su dictador dispusiera de armas de destrucción masiva, sino precisamente por lo contrario, porque los servicios americanos sabían que no las tenía y que no las podía usar. Un repaso a la crónica firmada por Bob Woodward de la guerra de Afganistán muestra que el argumento constantemente esgrimido por Wolfowitz y secundado por Rumsfeld para proponer el ataque a Irak en vez de Afganistán es que la guerra en Irak resultaría más fácil. Por otra parte, limitar el debate a la información facilitada sobre las armas de destrucción masiva en posesión de Sadam Husein está impidiendo que se reclame una explicación previa: ¿cuál es la conexión entre la guerra contra el terrorismo fundamentalista islámico y el ataque al Estado iraquí?
Ahora, las razones esgrimidas por los defensores de reemprender los programas de investigación de nuevas armas nucleares tienen una doble dirección. Por una parte, argumentan que hay que sacar la investigación nuclear del "efecto de congelación" impuesto por la legislación vigente. Por otra, alegan la necesidad de contar con armamento nuclear de potencia reducida con capacidad para destruir búnkeres cada vez más profundos y blindados en los que pueden ser almacenadas armas de destrucción masiva.
Las respuestas a esta última razón son bastante obvias. El desarrollo de nuevas armas nucleares no es requisito para incrementar la precisión, y tampoco se justifica mientras exista la insalvable diferencia de capacidades militares entre Estados Unidos y cualquier otro país. En cambio, el problema fundamental que plantea el ataque a depósitos de armas de destrucción masiva es la necesidad de una información previa y fiable. En el caso de la reciente guerra de Irak, ¿qué objetivos habrían podido ser atacados con estas bombas si aún hoy no se ha encontrado ningún depósito de este tipo de armamento?
Los expertos han puesto de relieve que ninguna bomba puede ser arrojada desde el aire penetrando en tierra lo suficiente como para evitar, en caso de ser nuclear, la creación de un enorme cráter y la diseminación de radiactividad en un radio de varios kilómetros. Por ello, ningún oficial de fuerzas expedicionarias norteamericanas aceptaría este tipo de ataques nucleares que tendrían una eficacia militar dudosa y contaminarían el campo de batalla. Esto nos lleva a pensar que se pretende desarrollar estas armas por su poder disuasorio o como instrumentos de castigo a determinados países (¿otra vez los "rogue states"?), pero no como armamento táctico o en el marco de una estrategia de conquista territorial.
En mi opinión, como en el caso de la invasión de Irak, nos encontramos más ante un pretexto que ante razones de fondo. Y ésta es la mayor debilidad de la estrategia propuesta por los neoconservadores del equipo de George Bush: no pueden hacer públicos sus verdaderos motivos porque son inaceptables para parte de la propia opinión norteamericana. No aceptan ningún tipo de freno al empleo de las capacidades militares, piedra angular de su concepción del poderío de Estados Unidos. Por ello, del mismo modo que combaten el concepto de uso limitado de la fuerza militar (como es normal, bajo la bandera de las Naciones Unidas), quieren ahora borrar la distinción entre armamento convencional y nuclear, a fin de disponer de armamento nuclear utilizable a un coste político menor.
Y aquí empiezan a vislumbrarse las consecuencias del paso que pretende dar la Administración de Bush. Por al menos cinco razones creo que estamos ante una decisión de enorme gravedad. En primer lugar, el tabú nuclear que ha liberado al mundo de una guerra de esta naturaleza desde laII Guerra Mundial, ahora desaparece si la actual Administración norteamericana consigue su objetivo de hacer creer que las armas nucleares puedan ser consideradas como las demás. Tras el primer paso que aboga por considerar la guerra como instrumento normal de política exterior, sigue este otro que presenta determinadas armas nucleares de potencia reducida como instrumentos normales de guerra.
En segundo lugar, armamentos tan novedosos como los que se pretende investigar requerirán, tarde o temprano, pruebas. Estados Unidos no ha firmado el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares, pero ha puesto en práctica una moratoria que en este caso se rompería. Ello tendría una influencia innegable en otros Estados, que se considerarían legitimados, a su vez, para realizar otras pruebas, socavando seria o definitivamente el tratado. Es cierto que la Administración de Bush alega que sólo pide dinero para investigar, pero no para producir dichas armas, al menos de momento. Pero, como apunta un editorial reciente del International Herald Tribune, "la historia de las armas nucleares sugiere que la investigación con éxito sería pronto seguida por demandas de producción y luego de prueba de las mismas".
En tercer lugar, la mera idea de pensar en nuevas y probablemente revolucionarias armas nucleares indica que se pretende dar nuevos pasos hacia el abandono de la doctrina de la "no utilización en primer lugar" del arma nuclear. Estados Unidos nunca ha aceptado plenamente esta posición ni ha firmado tratados que la impliquen, pero hasta ahora la ha observado. El presidente Carter propuso en su día lo que denominó "garantía negativa de seguridad" (negative security assurance), por la cual Estados Unidos prometía no desencadenar un ataque nuclear contra países no nucleares a menos que éstos atacasen primero, en alianza con otros Estados dotados de armamento nuclear. Pero, casi en paralelo a los pasos dados para derogar la ley Spratt-Furse, el subsecretario de Estado para el control de armamento, John Bolton, ya ha declarado que en el futuro Estados Unidos no seguirá vinculado por la garantía propuesta por Jimmy Carter. Por todo ello, como hemos visto, la sola idea de pensar en armamento nuclear de potencia reducida como instrumento para la doctrina del ataque preventivo destruye la norma internacional del no primer uso del arma nuclear.
En cuarto lugar, las nuevas tecnologías que permitirán desarrollar minibombas nucleares serán, más pronto que tarde, conocidas por los demás países. ¿Deseamos un futuro con Israel o con la India y Pakistán, por citar tres ejemplos bien probables, disponiendo de armamento nuclear de este tipo? Pero, por encima de todas estas consideraciones, domina el riesgo de aumentar exponencialmente la posibilidad de que un arma nuclear manejable caiga en manos de organizaciones terroristas.
En quinto lugar, conviene poner de relieve las contradicciones y el efecto bumerán que esta decisión supondrá. Estados Unidos combate formalmente la proliferación nuclear y busca alianzas para garantizarla, pero al mismo tiempo desarrolla nuevas aplicaciones de este tipo de armamento; es decir, no se limita a modernizar su arsenal nuclear, sino que está contemplando nuevas misiones para éste. Se ha producido una ruptura del consenso entre los dos partidos norteamericanos respecto a la política de no proliferación. Hasta la fecha, la finalidad era eliminar o reducir las armas de destrucción masiva. Pero, con George W. Bush, el objetivo pasa a ser la destrucción de determinados países que ostentan este tipo de armas. Se producirá entonces un fuerte efecto bumerán: al desestimar la verdadera pero sorda y poco espectacular guerra contra el terrorismo a favor de la guerra contra Estados -para la que las fuerzas militares norteamericanas están realmente preparadas-, el riesgo mayor reside en crear las condiciones que refuercen a los terroristas. Y esto es lo que ocurrirá si se crean armas nucleares de tamaño reducido.
Este nuevo paso y, en general, la actual política exterior militarista de Estados Unidos tendrán graves consecuencias para la proliferación de armas de destrucción masiva, nucleares o no. No es ninguna casualidad que los otros dos países del "eje del mal", Corea del Norte e Irán, hayan acelerado sus carreras en pos del arma nuclear.
En resumen, aterra la idea de pensar que el presidente de Estados Unidos que ha decidido la invasión de Irak hubiese contado con minibombas nucleares en su panoplia de armas disponibles. En estos momentos, el proyecto ha encontrado un inesperado obstáculo en el Comité de Apropiaciones, que ha recortado los fondos asignados al mismo. Pero es casi imposible que la mayoría republicana no vuelva a imponerse en la decisión final.
Y, frente a este nuevo paso de consecuencias tan graves, me asusta también el silencio de Europa. No he podido seguir ningún debate entre nosotros ni he leído declaración alguna de políticos europeos acerca de los riesgos de esta iniciativa. Creo que la progresión en la consolidación de la doctrina que define el papel de Estados Unidos en el mundo a partir de su fuerza militar dinamita también el tipo de orden y de legalidad internacionales coherentes con los valores y el proceso de construcción de la Unión Europea. ¿Es posible ignorarlo o mirar hacia otra parte?
Narcís Serra es diputado socialista y presidente de la Fundació Centre de Informació i Documentació Internacional de Barcelona (CIDOB). Fue ministro de Defensa desde 1982 hasta 1990.
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