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Cosa buena, cosa nuestra

En los últimos meses, con el boicoteo de los consumidores hacia los productos Pascual y las reformas de la Política Agraria Común (PAC), la ciudadanía ha podido conocer mejor cómo se cuece en Europa la producción y comercialización de la leche. Se constatan en este sector dos consecuencias de la política agraria de la Unión Europea bastante graves para los pequeños productores de leche, tanto en nuestras tierras como en los países menos desarrollados. Consecuencias originadas en un modelo superproductivo y enfocado hacia la agroexportación que no parece que la reforma aprobada venga a corregir.

Nuestros tanques de acopio de leche rebosan gracias a un variado repertorio de ayudas públicas. Exactamente, como bien ironizaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano, "los subsidios que recibe cada vaca en Europa -más de dos euros al día- duplican la cantidad de dinero que en promedio gana, por un año entero de trabajo, cada granjero de los países pobres". Y sin ser efectivo el sistema de cuotas o límites de producción nos encontramos con una Europa que produce más leche de la que consume. Los propios sindicatos agrarios españoles coinciden en que esta sobreproducción y el fuerte control de las grandes empresas (Pascual, Clesa, Danone, Puleva, Peñasanta, Nestlé, etcétera) son en parte el origen del bajo precio que se paga a quienes producen leche. Apenas 30 o 31 céntimos por litro de leche. Así no nos debe extrañar que los ganaderos nos llamen al boicoteo o que en la última década haya desaparecido más del 50% de los ganaderos de leche de la Unión Europea.

Hay que potenciar los modelos de producción que garanticen los alimentos y respeten los derechos del trabajador

Para poder colocar toda la leche que nos sobra en Europa se dedican al año subvenciones por más de 1.000 millones de euros para favorecer la exportación de leche en polvo, yogures o mantequilla, y las agraciadas de estas ayuditas son otra vez las compañías procesadoras y comercializadoras. Se lleva la palma Nestlé. Las ayudas apenas salpican al pequeño productor. Entonces la leche de nuestras supervacas llega a los países empobrecidos a precios por debajo del precio de coste local (lo que se conoce como dumping), con la consiguiente ruina para el campesinado de estos países, que representa el 80% de su población.

Ese es el caso, entre otros, del país más pobre de Latinoamérica, Haití, donde hasta hace poco la población no podía acceder con la frecuencia necesaria a un alimento tan importante como la leche y sus derivados. Con el tejido rural desestructurado, el hambre y la malnutrición caminan de la mano, y los yogures importados -sin competencia- suben a precios que los campesinos sin rentas no pueden pagar.

Hoy, un programa de cooperación al desarrollo está dando un impulso a los ganaderos para que produzcan yogures para el consumo interno de Haití y dejen de depender de las importaciones. Esta pequeña industria incipiente es de la gente, no de una multinacional extranjera, y se logra que el precio de la leche que se paga a los productores se haya incrementado de 15 a 25 gourdes (moneda local) por litro, y que el producto final transformado en el propio país por ellos mismos pueda venderse más barato que el importado. Total que el yogur local se vende más barato. Dicen que también es mejor, pues está hecho con leche de verdad, no con leche en polvo reconstituida, y además alimenta el orgullo nacional: en un país donde todo lo que se compra lleva una etiqueta en un idioma que no es el suyo, este yogur viene etiquetado en creole con el eslogan "cosa buena, cosa nuestra". Y la gente lo entiende.

Con las enormes diferencias que supone vivir en una parte u otra del planeta, vemos que el mundo rural catalán y el haitiano tienen un problema con connotaciones comunes. Los modelos de producción y comercialización no tienen que enfocarse necesariamente en buscar los menores costes y precios más bajos si eso implica concentración del negocio en pocas manos o dudosa calidad de los alimentos. En Cataluña se pierde población agrícola y en Haití, donde el campesinado constituye la mayoría de la población, no tienen qué comer.

Tendremos entonces que potenciar allá y aquí modelos de producción y comercialización que, con las medidas sanitarias precisas, puedan garantizar cantidades de alimentos necesarias, pero respetando los derechos de los agricultores, con precios remuneradores que les permitan vivir y trabajar con dignidad, conservando los ecosistemas rurales y con una distribución de la riqueza mucho mayor. Hacen falta más campesinas y campesinos que aseguren la pervivencia de un medio rural vivo y activo.

Gustavo Duch Guillot es director de Veterinarios sin Fronteras.

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