Descolgarse de L'Umbracle
Si tuviéramos suficientes bosques bajo los que cobijarnos en invierno y en verano no necesitaríamos fabricar estructuras faraónicas como L'Umbracle a menos que fuera absolutamente indispensable dar trabajo con dinero público a diseñadores de renombre internacional.
De este espectacular Umbracle se descolgaron recientemente varios activistas de Greenpeace, cuyo buque insignia fue inmovilizado (y ahí sigue) en el puerto de Valencia el pasado 13 de junio por haber abordado, simbólicamente, un carguero de Camerún con maderas taladas ilegalmente.
Debe ser efecto del calor africano todo cuanto ahora ocurre, pues de lo contrario no se entiende que un acto inofensivo, una llamada de atención protagonizada por Greenpeace en la bocana del puerto de Valencia, sea tratado como un acto de piratería.
La tripulación del Rainbow Warrior fue detenida, con su capitán a la cabeza, y sancionada con 630 euros. Al mismo tiempo, el Ministerio de Fomento -que siempre añade la guinda al pavo- abrió un expediente administrativo contra Greenpeace y exigió una fianza de 300.500 euros. Entretanto, el barco permanece inmovilizado y, en consecuencia, todas sus campañas de denuncia de las innumerables tropelías ecológicas que se producen aquí y allá, han sido forzosamente interrumpidas.
Pero no hay mal que por bien no venga. Los ecologistas ya saben lo que cuesta un peine en el puerto de Valencia. El mundo entero vuelve a admirar la carpa de Calatrava gracias a un grupo de vistosos trapecistas de Greenpace que, ágilmente, se pasaron del barco al circo.
Esto es ingeniería política de primer orden, ingeniería del PP, quien con su arte del buen gobierno pone una vela a Dios (bajo todas sus especies animales y vegetales) de la Naturaleza, y otra vela al diablo (madera barata, venga de donde venga) devastador de esa misma Naturaleza. Sin olvidar, esto nunca, propinarle una caricia con caña ecológica al culo de los voluntariosos activistas de Greenpeace.
La solución del problema, que es doble, habría que buscarla en Terra Mítica, por no salir de los límites de la Comunidad, donde a juzgar por las informaciones aparecidas en este mismo periódico (El PAÍS, 2 de julio) el tórrido, polvoriento y ruidoso negocio no va viento en popa y los números rojos ya asoman en la nómina de los embaucados por el señor Zaplana, maestro prestidigitador de la temática aventura.
¿Cómo no se les ocurre meter al Rainbow Warrior en una atracción de vértigo naval con auténticos cañonazos y desaforados bucaneros? Esto aumentaría la afluencia de público sin encarecer excesivamente los gastos.
Dejen zarpar al buque insignia de Greenpeace. Nos estamos cubriendo no de gloria, sino de lo otro.
Ignacio Carrión es periodista y escritor.
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