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Columna
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El sifón de la historia

"Perdón, fuimos culpables, cometimos injusticias e hicimos daño por odio, rencor y prejuicios. Saberlo, y ante todo decirlo, nos hace mejores a los estados, a los pueblos y a los individuos. Negarlo nos impide ser libres. Para serlo de veras hemos de mirarnos cara a cara los responsables del dolor del siglo XX en Europa, pero también sus hijos y sus nietos. Nos ocupasteis, nos violasteis y nos matasteis. En cuanto pudimos os hicimos lo mismo con todo el frenesí de la venganza y la lascivia que confiere el odio. Casi seis décadas después podemos decir desde la lejanía que el odio nos convierte a todos en iguales". Las heridas eran muy profundas y, sin embargo, las promesas de un futuro común las cierran como ningún bálsamo. La ampliación de la UE, tan arriesgada y tan costosa, ha tenido ya su primer gran éxito moral. Dos vecinos enemigos se han dado un abrazo y reconocido ambos que sus odios fueron una tragedia compartida. Checos y austriacos se reencuentran. Su momento estelar, cerca de la frontera común, en Göttweig, el pasado domingo, puede ser ejemplo para muchos. Los decretos del presidente Edvard Benes que legitimaban la expulsión, liquidación física y expropiación de los millones de germanoparlantes que vivían en Bohemia y Moravia son historia condenada. Desde el domingo.

Aunque no lo crean con lo que cae por aquí en la política nacional española, y con lo que estamos oyendo y leyendo, hay motivos para la alegría en estos tiempos confusos cuando no angustiosos, zafios o trileros. Pavel Kohout ha publicado una nueva novela. Si su magnífico traductor no se despista, tendrá edición española en pocos meses. Después de La hora estelar de los asesinos, quien no lea a Kohout tiene vocación de opaco. Su nueva novela, que publicará Alianza, se titula La larga ola tras la quilla. Peor para el que se lo pierda. La novela de Kohout, como el foro europeo de Göttweig, dirigido por el legendario periodista e intrigante centroeuropeo a favor de la democracia en nuestro continente que es Paul Lendvai, trataban de lo mismo, de la historia convertida en lección de convivencia y advertencia permanente, en escenario de reflexión humilde y serena.

Mientras la prosa checa de Kohout es mecida hacia el castellano, en el monasterio de Göttweig, fundado en el siglo noveno por monjes benedictinos en uno de los más espectaculares tramos del Danubio, muy cerca de Melk, donde Umberto Eco radica su novela El nombre de la rosa, políticos actuales, nuestros y muy contemporáneos, electos además, hablaban el domingo pasado de lo mismo que Kohout en su nueva novela y apenas con menos elegancia y sensibilidad histórica. La crueldad ajena no legitima la propia. La miseria moral de la venganza no es menor que la de la instigación. Porque la instigación puede buscarse en las más remotas esquinas de la historia.

Recupera el ciudadano su confianza en la res pública cuando escucha a políticos hacer un alarde de inteligencia, cultura y buena fe, ese bien tan escaso, en cuestiones que arrastran historia y con ella, como siempre, dolor. No son políticos excepcionales el primer ministro checo, Vladímir Spidla, y el canciller austriaco, Wolfgang Schüssel. Pero existen las "horas estelares" y no sólo para los asesinos de Kohout en la Praga de las postrimerías de la II Guerra Mundial. También para los políticos que, entre cizañas de la cotidianeidad más o menos miserable, ven momentos de exaltación en sus propias posibilidades para hacer puentes por encima de los lodazales históricos que, en Europa al menos, nos acompañan a todos. "Quien juzgue el pasado desde el presente está emponzoñando el futuro". Esta traducción libre de una cita no menos libre que hizo el canciller austriaco, Wolfgang Schüssel, de una frase de Winston Churchill resume la novela de Kohout, con sus abismos personales, pero también el magnífico acto de concordia que Spidla y Schüssel protagonizaron en Göttweig. Kohout hace desaparecer en su novela a los dos personajes de la guerra que, por etnia y odio, después por comprensión, habían entrelazado sus caminos. No son Willy Brandt cayendo de rodillas ante el monumento al gueto de Varsovia este checo Spidla y este austriaco Schüssel. Pero saben, como el legendario socialdemócrata alemán, que sólo esa inmensa sinceridad y elegancia humana puede sacarte del sifón terrible de la historia.

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