El imposible nacionalismo navarro
Analiza el autor las perspectivas que se abren en Navarra con la desaparición electoral de Batasuna y el cambio en la forma de elegir al presidente de la comunidad.
Al escribir estas líneas sobre las elecciones del domingo pienso en los cambios que hemos vivido en Navarra durante estos últimos veinticinco años; porque entonces el futuro estaba poblado de sombras: en ese mismo mes de mayo de 1978 un guardia civil fue apuñalado en el Casco Viejo de Pamplona por un grupo de manifestantes de partidos extremistas de izquierda, según recogían las noticias de prensa, y murió días después; la actividad callejera de las tramas negras de la ultraderecha no era infrecuente por aquellos días; cinco personas, una de ellas en Pamplona, habían sido asesinadas por terroristas de ETA en ese mes. La tensión acumulada acabaría arrasando las calles en los Sanfermines tras el brutal desalojo policial en la plaza de toros el 8 de julio. Un balazo segó la vida de un mozo pamplonés poco después. Con todas las dificultades el proceso democrático avanzaba y también en julio, como resultado del consenso alcanzado en el Congreso de los Diputados, se aprobaba por una amplísima mayoría parlamentaria el proyecto de Constitución Española.
Como partido nacionalista navarro, UPN no halla un enemigo continuado que afirme su identidad.
Desde la perspectiva actual podemos alegrarnos de que nuestro sistema democrático, todavía frágil y seriamente amenazado entonces, esté ahora bien asentado, al igual que lo está la autonomía de Navarra. Sigue, sin embargo, pendiente la amenaza terrorista, que ahora obliga a cientos de concejales y parlamentarios navarros de UPN y PSOE a llevar escolta, igual que sus compañeros socialistas y populares del País Vasco. Este es, quizás, el punto determinante de estas elecciones municipales y forales: conseguir la derrota final del terrorismo y de quienes lo apoyan. Así podrá hablarse de los problemas concretos (de la vivienda, de los contratos precarios, del desarrollo económico, de la atención a los ancianos, del bienestar social...) y no será un problema grave conseguir que haya candidatos dispuestos, si así les parece a los ciudadanos de cada lugar, a representar las opciones políticas que, dentro del marco democrático y constitucional, tengan por conveniente. Lograr que desaparezcan el miedo, el chantaje, la coacción y el asesinato alevoso, será una gran triunfo para todos, pues nos ha tocado vivir en una tierra que tiene una cuota de asesinos por metro cuadrado muy superior a la media.
En esas coordenadas, el panorama político navarro responde en los últimos años a una foto, más o menos, fija: un partido, UPN, que agrupa a toda la derecha, lleva gobernando desde las elecciones de 1991 -con la excepción de 1995, en que se llegó a un gobierno tripartito PSOE-CDN-EA malogrado un año después por la obligada dimisión de su presidente, todavía hoy en proceso judicial- sin mayoría suficiente para gobernar. La forma de elección del presidente, el automatismo legal, ha permitido desde 1983 gobernar al partido con más votos, ya que si no se producían acuerdos para alcanzar la mayoría de los parlamentarios era investido el candidato del partido más votado.
Estas son las primeras elecciones en las que la forma de elección del presidente ha cambiado: si el candidato a presidente no obtiene más votos a favor que en contra, se ve obligado a convocar nuevas elecciones. Y son también las primeras en las que los votos de los parlamentarios afines a los terroristas no van a tener peso alguno. Estamos, pues, ante unas elecciones en las que la derecha se juega el seguir gobernando y los socialistas, la posibilidad de acceder otra vez al gobierno.
Hasta ahora, ningún partido ha obtenido mayoría absoluta en unas elecciones, lo que, en mi opinión, no es malo. Pues en tal caso el partido que quiere formar gobierno se encuentra en la obligación de llegar a acuerdos con otros, a pactar, a ceder en sus propuestas particulares para llegar a acuerdos programáticos, a reforzar la tolerancia mutua. La cultura del acuerdo y el entendimiento -que no supone abandonar posiciones de principio como la defensa de la Constitución y de la Autonomía Foral en Navarra- refuerza la democracia y ayuda a la cohesión de la sociedad civil.
Las encuestas publicadas predicen que tampoco esta vez alcanzará la mayoría absoluta un solo partido. Por eso la derecha de UPN-PP ha centrado su campaña en los riesgos del acuerdo entre socialistas y nacionalistas. No sólo por el rendimiento electoral que agitar el fantasma del miedo al invasor puede producirle en Navarra, sino por los beneficios que de tal amenaza van a obtener los populares en el resto de España. Pero la situación creo que es más compleja para UPN. El partido regionalista, (nacido en 1979, lo que ya se sabe, como escisión de la UCD por considerar que éstos eran unos tibios en la defensa del régimen foral) ha decidido definirse a finales del siglo XX como un partido nacionalista navarro. Lo cual le crea un problema de solución difícil: en tanto que partido nacionalista navarro no encuentra un enemigo en el que reconocerse de forma continuada, como los otros partidos nacionalistas lo hacen con el Gobierno español, con el que tienen que discutir de competencias y, sobre todo, de asuntos económicos. El enemigo que alimenta el espíritu vertebrador que todo nacionalista necesita, el Estado del que separarse, no existe. Pues el partido que gobierna en España (el PP) y UPN son uno y lo mismo.
De ahí que la derecha navarra no pueda ni mirarse en el espejo estatal, pues, como el basilisco del mito, caería fulminada por su propia mirada. Así que se ponen como basiliscos cada vez que se atisba la posibilidad de un gobierno en el que no estén presentes. Agitan entonces el fantasma del posible acuerdo entre socialistas y nacionalistas vascos y hablan, de Aznar a Sanz, de la conjunción social-comunista-separatista, frase que, en la memoria histórica de la izquierda navarra, aviva más el recuerdo de una época ya pasada, la de la muerte y la represión de los años del franquismo, que de los avances de la democracia y de la tolerancia en el siglo XXI. El enemigo de la identidad navarra no puede hallarse en los socialistas, que fueron impulsores principales y negociadores de la Constitución y del Amejoramiento y podrían sacar los colores sin esfuerzo tanto a los dirigentes de UPN como al propio Aznar.
En estas elecciones, además, vamos a ver en qué medida, dentro del campo del nacionalismo vasco, es la posición más alejada del terrorismo la que se impone. Porque en Navarra han sido siempre los amigos de estos últimos los que tenían mayor peso porcentual en el ámbito nacionalista. Como la incidencia de las candidaturas ligadas a la ilegalizada Batasuna va a ser nula en los ayuntamientos y en el Parlamento Foral, cabría esperar que el nacionalismo vasco del PNV-EA baje del monte autodeterminista y venga a la realidad democrática de un Estado autonómico. El peso del nacionalismo vasco en el futuro Parlamento Foral parece que va a reducirse de forma notable y la deriva independentista emprendida por sus dirigentes está condenada al fracaso. Sin embargo no hay que echarla en saco roto, ni tampoco olvidar que no doblegarse y acabar con el terrorismo -teniendo siempre en cuenta que los asesinos son sujetos individuales- es una prioridad no sólo de salud democrática, sino también de dignidad ciudadana y personal.
Ángel Pascual es historiador.
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