Juan Mari
Para hoy está prevista la entrega a Juan María Bandrés de un premio a la excelencia jurídica. Los más jóvenes no sabrán quién es este hombre. Un abogado donostiarra que hace treinta años ejercía de abogado defensor ante los tribunales especiales de la dictadura; que fue después diputado en el Congreso y senador; y que más tarde dirigió una organización de solidaridad con los extranjeros del tercer mundo que buscan asilo en Europa. Luego, en 1996, llegó el silencio. Él fue y sigue siendo Bandrés. Pero, para muchos de nosotros, es, sobre todo, Juan Mari.
La primera vez que oí su nombre fue en el duro diciembre de 1970, durante el Consejo de Guerra que quedó para los libros de bachiller como el Juicio de Burgos. Yo tenía veinticinco años y pensaba que ya era muy mayor. Pero corrí despavorida delante de los "grises" como nunca antes recordaba, con mi corazón corriendo aún más de prisa. Eran tiempos extraños. Cuando la situación se endurecía, los policías se ponían unos cascos de guerra alemanes de color gris como sus enormes abrigos, lo que les daba un aspecto especialmente hitleriano. Pero durante este proceso que transcurría contra los acusados en la Comandancia Militar de Burgos y contra el régimen franquista en las calles de muchas ciudades, el Ministerio de la Gobernación decidió cambiar los cascos alemanes por otros americanos de plato, aunque igual de grises. Así parecían menos casposos en las fotos de la prensa internacional en que salían repartiendo golpes.
Bandrés sigue siendo el ser humano que siempre supo descubrir en las demás personas
En el juicio mismo, los miembros del tribunal militar no necesitaban ocultar la caspa ni modernizar el bigotillo fascista porque allí no se permitía sacar fotos. Llevaban sus uniformes de gala y el Presidente un sable que desenvainó con gesto heroico cuando uno de los acusados de nombre Mario Onaindía empezó a cantarles las cuarenta.
Y allí estaban también, a un lado del estrado que presidía la sala, los abogados sin poder ocultar su miedo. Sobre todo uno de ellos que escondía una grabadora convencido de que registraba para la historia. Claro que, al presionar el botón de grabación, rezaba para que no chirriara el artefacto, no fuera que el águila imperial se abalanzara sobre su negra toga. Yo no estoy segura de si ese abogado era Bandrés, porque nunca me atreví a preguntarlo (como nunca me he atrevido a preguntar quién fue el autor del asesinato que se juzgaba allí). Hay cosas que no se preguntan en clandestinidad. Y aquí apenas salimos de una clandestinidad para entrar en otra peor.
Como político, Juan Mari fue bastante atípico, al menos si se le compara con los patrones actuales. ¿qué hacía él, que no era nacionalista ni marxista, dando mítines en un partido que se definía "para la revolución vasca"? Simplemente, identificarse con las personas portadoras de libertad, ansiosas de democracia. Su sentimiento profundo de respeto a la dignidad de las personas era capaz de hacérnoslo sentir a los demás, junto con su bondad, su tolerancia y su alegría. Por eso le queremos tanto.
Juan Mari practicó un discurso parlamentario comprometido con el valor ético de la lucha por la palabra exacta. De la palabra rigurosa, cargada de razón y de dignidad, que facilita el entendimiento de los conflictos humanos. Sabía que el espíritu de la guerra civil está empedrado de frases demagógicas lanzadas desde la tribuna política contra la mente de los ciudadanos sencillos; de esos ciudadanos que borrachos de palabras inexactas, nos los podemos imaginar hincados los pies en el fango del odio, blandiendo el garrote sobre la cabeza de su vecino. Por eso practicó una defensa militante del Estatuto de Gernika, en el que veía reflejada la voluntad de concordia constitucional de una generación que venció la fascinación de la falsedad representada en la violencia terrorista.
Cuando la política perdió el idealismo, Juan Mari se fue alejando de ella y empezó a trabajar, cada vez más para los inmigrantes y los ciudadanos de países que carecían de lo más elemental.
Hasta que sobrevino el ACV que le quitó la palabra. Y ¿qué es un abogado sin palabras? ¿O un político? Tal vez nada. Pero Juan Mari sigue siendo el ser humano que siempre supo descubrir en las demás personas. Por eso sé que esta tarde, en el fondo de su mirada, brillará, como siempre, esa dulce expresión de quien ha aprendido a acariciar y a recibir calor de la común humanidad de los humanos.
En cambio, cuando esta tarde el lehendakari se acerque a su silla de ruedas para entregarle el premio, ¿será capaz de mirarle a los ojos y explicarle que le concede este premio en el nombre de Euskadi? De la Euskadi en cuyo mismo nombre otros vascos están intentando ahora matarle.
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