Impertinente Maragall
Pasqual Maragall ha tocado el tema tabú y se ha armado la de Dios es Cristo. En Mataró, el líder socialista ha acusado a CiU de practicar un nacionalismo de "pureza de sangre y estirpe" en contraposición a los socialistas, que se fían de "la pureza de corazón". Dejo de lado la última parte de la sentencia porque toda pureza me parece peligrosa, incluida la de corazón. Con la referencia a "la pureza de sangre y de estirpe", Maragall entra en el territorio prohibido de los silencios compartidos del oasis catalán. Las reacciones han sido automáticas. Desde Convergència se ha acudido al argumento de siempre: diciendo estas cosas "se atacan las bases de la convivencia y de las instituciones de Cataluña". Hirchsmann codificó hace años los razonamientos propios del pensamiento conservador. El peligro de producir efectos no deseados es argumento recurrente para no hablar de determinadas cosas y asegurar así que nada cambie.
Sobre este tabú se ha construido el espacio de lo políticamente correcto en Cataluña. Y los socialistas han contribuido eficazmente a consagrarlo. Es legítimo preguntarse si la impertinencia de Margall es una simple anécdota o es un signo de que, por fin, el PSC ha decidido salir de la estrategia miedosa que le ha conducido a estrellarse tantas veces contra la misma pared. Desde su inesperada -para ellos, no para Felipe González que la pronóstico quince días antes- derrota en las primeras autonómicas el PSC ha estado atrapado en la telaraña del partido régimen, con el temor de pagar con el anatema cualquier gesto de amplicación del espacio de lo políticamente correcto. Esta obsesión por no molestar, por no ampliar el campo de juego delimitado por el adversario, le hizo perder las elecciones del 99, a pesar del considerable desgaste de Pujol. ¿Hay que entender que esta vez han perdido el miedo?
De momento, la impertinencia de Maragall ha tenido un efecto sorpresa. En sus adversarios, que esperaban que el debate no saliera nunca de las plácidas aguas del nacionalismo correcto. Y en su propia partido, dónde cualquier movimiento fuerte tradicionalmente genera pánico y los más bienpensantes han sentido el temor de un debate tres contra uno.
La impertinencia de Maragall -como toda impertinencia, puede ser injusta o exagerada en algunos extremos, pero es así como se levantan tabúes- tiene la virtud de tocar un problema central: la no integración política de una parte importante de la ciudadanía catalana. Una no integración que responde a una geografía urbana bastante clara. Y si los socialistas quieren ser realmente una alternativa a Convergència i Unió, tienen que preguntar y a preguntarse, sin restricciones mentales, por qué una parte importante del electorado catalán, situado principalmente en las periferias urbanas de Barcelona, no se siente concernido por las elecciones autonómicas. Es éste un enorme fracaso de la gestión de Jordi Pujol, que no ha conseguido -o no ha querido conseguir- que la Generalitat fuera asumida como una institución de todos. La nación más emblemática de todos los pueblos que configuran el Estado español tiene la participación más baja en sus elecciones. Y el mito de la integración de Cataluña choca contra esta evidencia. ¿Por qué? ¿Qué se ha hecho para que no sientan interés en el poder político catalán? La interpretación más benevolente para el poder es la que dice que hay un pacto implícito, que estos electores al no ir a las urnas votan indirectamente a Pujol, porque ya les parece bien que los asuntos de la Generalitat queden en manos de los catalanistas, eso sí, sin contar con su voto. Si esta interpretación fuera cierta, se estaría reconociendo, contra todo discurso oficial, que la integración de la sociedad catalana es ficticia y que hay unos ciudadanos que se sienten, en cierto modo, en territorio ajeno obligados a pagar el peaje de no votar en las autonómicas.
¿Esta dispuesto el PSC a dar cancha al debate o lo de Maragall quedará, a beneficio de inventario, como un exabrupto, y la paz catalana volverá a reinar? La experiencia pasada obliga a sospechar lo segundo. Pero, ¿habrá llegado el cambio? El PSC ha sido el principal afectado de este perverso juego, porque estos ciudadanos que no van a votar en las autonómicas le votan mayoritariamente en las generales. Es un fracaso indudable del gobierno de la Generalitat no haber conseguido que todos los ciudadanos hagan suya la institución, pero tiene la virtualidad de que le ha garantizado la permanencia en el poder. Para el PSC es la imagen de la impotencia en el espejo. Y tradicionalmente se ha preferido no mirar. En 23 años el PSC ha sido incapaz de convencer a una parte importante de su electorado de que valía la pena votarle también en las autonómicas y llevarle al poder. Cada vez que se ha planteado una rectificación estratégica le ha entrado el vértigo. Y así le ha ido.
Puede que en el pasado, cuando todo era muy precario, fuera razonable cierta prudencia para evitar rupturas improbables pero que podían haber sido peligrosas. La historia de la democracia ha demostrado que no hay ningún motivo para temer viejos fantasmas, como el lerrouxismo, que siempre sale a colación cuando se tocan estos temas. La sociedad está suficientemente asentada como para que ninguna crítica, ninguna ruptura de los estrechos límites de lo políticamente correcto, pueda desestabilizarla. Por eso, creo que se dan perfectamente las condiciones para que el PSC pierda el miedo y rompa definitivamente un tabú impropio de una sociedad democrática. Veintitrés años después, un sector importante de los catalanes sigue viendo la Generalitat como cosa de otros. Lo cual significa que, por mucho que se diga, todavía hay - enquistado debajo del tabú- un otros y un nosotros, que la clase política ha dado por bueno durante muchos años, evitando las preguntas molestas. La impertinencia de Maragall, ¿indica un cambio estratégico o quedará como una maragallada y volverá a reinar el buen orden en Cataluña?
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