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Columna
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La militancia del libro

El pasado miércoles se celebró el Día del Libro, y como todos los años el evento vino recorrido por una impetuosa militancia que abarca macroestadísticas, organizaciones feriales, campañas promocionales y homenajes varios. A todo ello, como novedad, podríamos añadir las felicitaciones: los amigos me han felicitado en esta fecha, y yo he obrado en consecuencia felicitándoles también. Los mensajes decían "Buena lectura" o "Feliz Día del Libro" y era tal su ternura que imaginaba, con talante mucho más egoísta, que lo que celebrábamos era mi cumpleaños.

El Día del Libro concita distintas tradiciones, entre ellas, la entrega del Premio Cervantes, que este año ha correspondido a José Jiménez Lozano, un escritor íntegro en su prosa pero, aún más extraordinario, íntegro en su trayectoria personal. La estampa ajada, arrasada por el tiempo, del viejo escritor abulense, como un desengañado hidalgo al que ya no pueden sorprenderle ni siquiera los honores, proporcionó algo de dignidad a un día, por lo demás, tumultuoso, masificado y masificador. El Día del Libro, por otra parte, es una oportunidad para que los políticos demuestren su cara más cultural. Desde las testas borbónicas hasta el último concejal de pueblo, todos se ven envueltos en un inédito entusiasmo. También los medios de comunicación nos recuerdan los benéficos efectos de la lectura. Y los escritores, por nuestra parte, tampoco descansamos, ya que como poco se nos piden encendidas declaraciones.

Es día para la superación de marcas. En Barcelona, dice la prensa, el día de Sant Jordi suma por sí solo el 10% de la facturación anual en venta de libros. Pero lo más extraordinario venía de parte de los artesanales practicantes del oficio: más de 200 escritores desembarcaban en la Rambla de Catalunya o en el paseo de Gràcia.

Lo de 200 parecía demasiado, pero la noticia es real. A los escritores bien podría asignársenos el palabro "colectivo". Somos un colectivo, un colectivo más grande y variopinto que el colectivo sindical. El miércoles, en Barcelona, 200 escritores de la más variada condición firmaban libros. Un colectivo donde se confundían el humorista Quino, el showman Boris Izaguirre, la ex ministra Alborch, el inefable Antonio Gala o los prestigiosos Cercas, Vila-Matas o Fernando Marías. Escritores firmando en el vestíbulo de una estación de metro (Lou Marinoff) o escritores presentando manifiestos (Elvira Lindo). Escritores asistiendo a un desayuno de escritores (Quim Monzó) o escritores asistiendo a la velada que organiza una revista (Bryce Echenique). Escritores, en fin, para dar y tomar.

Aunque uno no forme parte del G-200 presiente que somos demasiados y que en esto de ser escritor hay algo de penitencia. Sin ir más lejos, hace un par de semanas estuve en Vitoria, con la misión de firmar libros. Me sentía un mono de feria, como puesto allí por el ayuntamiento. A mi lado estaba Toti Martínez de Lezea, la competente autora de novelas históricas, que se ha revelado como un fenómeno editorial. La verdad es que casi no pude hablar con ella, porque no paró de firmar ejemplares. Se pasó las tres horas firmando, mientras que yo jugaba con mi bolígrafo, juego que, como se sabe, no da mucho de sí. Ni siquiera me atreví a alzar la vista y contemplar su interminable cola de lectores, ya que no estoy muy seguro de mis sentimientos y en cualquier momento podría haber fulminado con la mirada a cualquiera de esos admiradores que venían con un saco lleno de novelas, para que Toti se las dedicara todas.

Menos mal que tenía conmigo el Tratado sobre la resaca, el espléndido ensayo de Juan Bas, que ningún bebedor ni bebedora debería perderse. Y de repente pensé que quizás en esa experiencia se justifican los afanes de promoción de la lectura tan propios del Día del Libro: como un modo de que algunos escritores, entre los cientos que se apostaron el miércoles en Barcelona, dejaran pasar el tiempo, con aprovechamiento, en medio de la indiferencia de las masas.

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