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Tribuna
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La isla trágica

La historia de Cuba siempre ha sido excéntrica, marginal, trágica. Fue la última de las colonias españolas en América y, después de una guerra de aparente liberación nacional, se transformó en una seudocolonia norteamericana. Me acuerdo de un mapa que tenía el poeta Nicolás Guillén en su departamento de La Habana, frente al hotel Nacional y al mar Caribe. Era un recuadro de Cuba junto a otro de las Filipinas. En un rincón se leía: Our new colonies, nuestras nuevas colonias. La guerra del año 98 había puesto fin definitivo al imperio español y había dado comienzo a lo que ya despuntaba como otro imperio. Sin estos antecedentes, sin estas emociones nacionales, para llamarlas de alguna manera, no se entienden los sucesos de Cuba del último medio siglo, puesto que ya se va a cumplir exactamente medio siglo desde el asalto al Cuartel Moncada y los comienzos de la gesta revolucionaria. La Cuba moderna surgió del hundimiento del Maine, de las brutales intervenciones de Teddy Roosevelt y de sus marines en toda la región. La simpatía hispánica por el castrismo, que incluso fue notoria en los años del general Franco, venía de aquellos orígenes. Así como el antiyanquismo apasionado que todavía se mantiene y hasta crece en la España de ahora. Teddy Roosevelt y George W. Bush pertenecen, al fin y al cabo, a la misma especie humana y política. Son en cierto modo vaqueros, cowboys que han llegado a la Casa Blanca, y creen a pie juntillas en los argumentos de fuerza, en el "destino manifiesto" de su país. La intervención imperial en Cuba tuvo, a corto y a largo plazo, consecuencias no previstas, y es probable que haya contribuido a desestabilizar el mundo latinoamericano hasta el día de hoy. Tenemos que esperar ahora que los efectos retardados de la guerra de Irak, la del heredero directo de Teddy Roosevelt, sean menos graves y prolongados, pero no hay muchas razones para ser optimista en esta materia.

A mí no me ha extrañado en absoluto que Fidel Castro se aprovechara de la situación de Irak, en el momento preciso en que ésta acaparaba la atención de todos los medios de comunicación, para emprenderlas contra su disidencia. Ya se sabe que el manejo y el aprovechamiento de los medios es uno de sus talentos mayores. En pocos días detuvo a más de setenta intelectuales, periodistas, profesionales, y les aplicó en juicios sumarísimos penas de veinte y más años de cárcel. Como el Sadam Husein de ayer, Castro es un dictador astuto, frío, dotado de enorme sentido de la oportunidad, que siempre gana sus elecciones por más del 90% de los votos. ¿No es en verdad extraño que goce de tan aplastante respaldo popular y que tenga tanto miedo de sus escasos y frágiles opositores? Las acusaciones contra ellos fueron extraordinarias, delirantes. Se los acusó de ser conspiradores, vendepatrias, vagos. Conspiradores y vendepatrias porque han tenido conversaciones con la encarnación del mal, el encargado de la oficina norteamericana en la isla, curiosamente calificado por el propio Castro como un "guapetón con inmunidad diplomática". Vagos porque están en desacuerdo con el régimen, lo cual implica que no pueden tener ninguna colocación estable dentro del sistema. En otras palabras, el Hermano Mayor cubano actúa con la lógica siguiente: si usted está en desacuerdo conmigo, no le doy trabajo y usted adquiere en forma automática la condición de vago, delito penado por una ley de vagancia que se promulgó en la isla hace alrededor de tres décadas.

He reflexionado largamente sobre todos estos temas y nunca me arrepiento de haber denunciado temprano la situación real de la isla hermosa y trágica. Hace décadas que estoy convencido de que lo mejor de Cuba, a pesar de tantos lugares comunes, se encuentra en su disidencia democrática y en una parte importante de su exilio. La imagen más conmovedora, la más sugerente, para mí, es una que conservo en la memoria. Salía del departamento habanero de un amigo, ensayista y crítico literario, a comienzos de 1971, y vi en el corredor en penumbra a un hombre enjuto, pálido, de baja estatura, que parecía arrastrarse por las paredes y que entraba y se encerraba en una habitación estrecha, sombría, atiborrada de libros y papeles. "Es Virgilio Piñera", explicó mi amigo. Yo ya admiraba sus Cuentos fríos y había leído algo de su poesía y de su teatro. En una reunión de los primeros años entre los intelectuales y el comandante en jefe, cuando todos hacían su autocrítica o explicaban sus proyectos de literatura revolucionaria, Piñera se había puesto de pie y se había limitado a tartamudear: "Yo tengo mucho miedo". El personaje silencioso, esquivo, salido de la penumbra, había dicho una verdad desnuda, en apariencia inocente, pero de una fuerza aplastante. Las autoridades, si hubieran sabido interpretar las cosas, deberían haberlo condenado por lo menos a cadena perpetua. Ahora me cuentan que Virgilio Piñera, largos años después de su muerte, es el verdadero ídolo de la juventud literaria cubana, más incluso que Lezama Lima o que cualquier otro. Lo triste del asunto es que la verdad del poeta, dramaturgo, cuentista, era trágica, como la isla, y lo era porque no podía, con su carácter elusivo, silencioso, secreto, cambiar nada.

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En mis antiguas reflexiones tendía a pensar que George Orwell, con su novela 1984 y su célebre metáfora del Hermano Mayor, había descrito las sociedades organizadas bajo la sombra de Stalin y de lo que después pasó a conocerse como "socialismo real". Ahora empiezo a creer que la fantasía de Orwell apuntaba al conjunto de las sociedades contemporáneas más o menos desarrolladas. El bloqueo de Cuba, el contraste tan explotado entre el David isleño y el Goliat imperial, han ayudado a perpetuar el poder castrista. Frente a este fenómeno, la prensa y los sectores intelectuales, sobre todo en la Europa desarrollada, han sido extremadamente débiles, obstinadamente ciegos. Castro ha podido utilizar un capital de simpatía difusa, no del todo ideológica, repartida en los mundos más diversos. Ahora empieza a notarse un milagro mediático que es, en el fondo, de naturaleza parecida y no menos perversa. La intervención militar, las fotografías de las víctimas civiles, consiguieron en una etapa del conflicto lavar la imagen de un Sadam Husein tiránico y que ha provocado la ruina de su propio pueblo. Orwell, en buenas cuentas, tenía una visión desencantada de la naturaleza humana y pensaba que la tecnología moderna, sobre todo en el terreno de las comunicaciones, iba a producir desastres a nivel individual. En su idea del futuro, en su 1984 vislumbrado en los años treinta y cuarenta, los ministerios de información estaban destinados a funcionar como grandes centros de interesada desinformación, y esto sucedería en todas partes: en el capitalismo occidental y en los países soviéticos, en el Primer Mundo y en los países en desarrollo. Las situaciones arbitrarias, autoritarias, tiránicas, echaban raíces profundas y tendían a formar enclaves, quistes, hasta en las sociedades avanzadas. El novelista y ensayista inglés no veía democracias seguras en ninguna parte, y es probable que no se equivocara. Los recientes desfiles contra la guerra en muchas capitales de hoy pasearon retratos de Sadam Husein como héroe, como icono de una resistencia nacional. No se puede negar que con Fidel Castro ha sucedido y sigue sucediendo algo muy parecido.

Cuando recibí la carta de protesta difundida por los escritores cubanos del exilio en los primeros días de esta crisis, me encontré con firmas mexicanas, como la de Carlos Monsiváis, que antes no eran frecuentes en estos documentos. La carta estaba escrita, además, en un lenguaje civilizado, moderno, reflexivo, que contrasta con la palabrería hueca y violenta del oficialismo: esas letanías de vendepatrias y lacras sociales, de gusanos y guapetones, de conspiradores "evidentes". Llegué a preguntarme si habían cambiado los lenguajes o si éramos nosotros los que habíamos cambiado. Porque las palabras oficiales, las de la dictadura, por su grosería, por su carácter matonesco, se condenaban a sí mismas. Hoy es difícil equivocarse a este respecto, pero parece que antes todos o casi todos se equivocaban.

Pues bien, aquel texto de los escritores era anterior a las ejecuciones de hace pocos días. Para mí es obvio que Fidel Castro se olvidó de la astucia de sus tiempos mejores, de su capacidad para captar las simpatías europeas y latinoamericanas, cuando ordenó fusilar a los secuestradores de una lancha a punta de pistola. El secuestro armado es ilegal, desde luego, pero tuvimos en pocos días otro ejemplo de castigo desproporcionado, despiadado, que repugna a la conciencia. "Hasta aquí he llegado", escribe José Saramago. Su breve carta es un testimonio dramático. Reconocer el error después de tanto tiempo, después de haber mantenido una fidelidad obstinada, contra viento y marea, contra las demostraciones que se acumulaban, durante años y décadas, es un drama humano. Pero me parece que nunca es tarde y que toda rectificación honesta, hecha con dolor, como se desprende del texto, es profundamente válida.

La carta de los disidentes cubanos de hace dos o tres semanas, con sus adhesiones mexicanas y de otros lados, y el breve mensaje de Saramago de estos días me hacen pensar que el mundo, y sobre todo el mundo nuestro, el de nuestro espacio ibérico y latinoamericano, tan aficionado en épocas recientes a comulgar con ruedas de carreta, empieza a cambiar. Ya no nos tragamos, por ejemplo, que una persona, por el solo hecho de disentir, o por el hecho de conversar y tomarse una copa con un diplomático de los Estados Unidos, sea condenada a 20 años de cárcel o a prisión perpetua. Cuando Pablo Neruda, embajador del Chile de Salvador Allende, se reunía con Georges Marchais o con Louis Aragon, cabezas del comunismo francés y enemigos declarados del entonces presidente Pompidou, ¿participaban todos en un delito de conspiración, merecían veinte o treinta años de cárcel? ¿El pensamiento revolucionario clásico no permitía, precisamente, que estas personas pudieran reunirse y conversar con toda calma, en forma segura, aun cuando estuvieran en desacuerdo con el Gobierno? Y cuando tres desesperados secuestran una lancha para escapar de una isla que parece condenada por la historia, ¿merecen la pena de muerte? O creemos, aquí y en todas partes, en las formas modernas de la democracia, o somos anacrónicos, dictatoriales, fascistas de extrema izquierda o extrema derecha. No hay dónde perderse. Y el dilema es de una vigencia completa. Al fin y al cabo, hicimos en España, en Portugal, en América Latina, transiciones a la democracia, no a otra cosa, y estamos obligados a defender sus valores a fondo, sin las ambigüedades que nos han perseguido y nos han confundido durante tanto tiempo.

Para mí es obvio, por otra parte, que Fidel Castro se olvidó de su astucia habitual cuando ordenó fusilar a las tres personas que habían secuestrado una lancha a punta de pistola. La acción está condenada en todas las legislaciones, pero su castigo fue de una desproporción evidente, tan evidente como las condenas anteriores a la disidencia. Mi impresión personal fue que Castro había perdido la cabeza, cosa que no le pasaba nunca en sus tiempos mejores.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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