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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reformas autonómicas

El Gobierno da por cerrado el Estado autonómico. Ésta es su respuesta a las diversas propuestas de reformas estatutaria y constitucional formuladas desde el País Vasco y, especialmente en las últimas semanas, desde Cataluña, al hilo de la campaña para las elecciones en las que se elegirá al sucesor de Pujol. Todos los partidos menos uno, el PP, sitúan entre sus prioridades la redacción de un nuevo estatuto. Como todo lo que se presenta en tiempo electoral está bajo sospecha, en este caso cunde la sensación de que los partidos catalanes han entrado en una especie de subasta para ver quién es más nacionalista a los ojos de determinados votantes. Pero además de motivaciones electorales, en Cataluña hay una amplia mayoría que cree que el desarrollo estatutario es insuficiente y que después de 25 años de experiencia ha llegado el momento de actualizar el Estado autonómico.

Sólo se cierra en banda el PP, que en otros momentos -por ejemplo, en el libro La segunda transición, de José María Aznar- contemplaba reformas constitucionales de carácter autonomista, como la del Senado. Como consecuencia de su política de confrontación con el nacionalismo vasco, el PP ha optado por una especie de vasquización de su estrategia nacional. Y en esta clave la defensa de la Constitución hasta sacralizar su texto se ha convertido en un dogma central. Aznar cree que cualquier propuesta de reforma constitucional o estatutaria cae en un aventurismo de graves consecuencias para nuestro sistema democrático. Y ha pasado de estar contra los nacionalismos a cuestionar las nacionalidades y todo lo que se mueve en ellas, lo cual, en sentido estricto, es anticonstitucional.

A esta posición de principio se suman las consecuencias de la crisis provocada por la alineación del Gobierno con la guerra de Bush. Todos los gobernantes suelen presentarse como garantes de la unidad nacional. El PP en apuros, después del Prestige y de la guerra de Irak, necesita montar un contraataque de urgencia para recuperar posiciones. Y apela al discurso de excepción de siempre: la amenaza a la patria, que le coloca a la vez como víctima y como garantía y convierte a cualquier crítico en traidor.

La guerra ha tenido además un efecto especial en Cataluña: una vez más ha unido a todos los partidos frente al PP, el partido del Gobierno de Madrid. Presentar las pretensiones reformistas de los catalanes como una amenaza sólo se puede entender en el clima de crispación agitado por el PP, que busca tensar la cuerda para cargarse de razones españolistas, presentar al PSOE como un partido subversivo y construir el fantasma de una operación entre socialistas y nacionalistas contra España. Pero la propuesta del PSC está presentada en clave inequívocamente española: lo que se propone para Cataluña sirve de mejora global de un Estado autonómico en evolución hacia un modelo federal. Y los acentos demagógicos de la propuesta de CiU, con Artur Mas y su doctrina soberanista, en ningún caso enturbian la tradición pactista de la que los nacionalistas catalanes han hecho siempre gala.

Naturalmente, está la cuestión vasca. Siendo el gran problema, no puede ser la gran coartada. Y es por lo menos tan legítimo temer que cambios en Cataluña puedan tener efectos destructivos en el País Vasco, como lo contrario, que si Cataluña avanzara en su autogobierno se podría contemplar con mayor serenidad la cuestión vasca. Lo que nadie puede obviar es que en Cataluña hay una amplísima mayoría parlamentaria a favor de la reforma estatutaria, de la que sólo se ha autoexcluido el PP, y en cambio el plan Ibarretxe ni siquiera cuenta hoy con mayoría parlamentaria.

No puede haber reforma estatutaria ni constitucional sin amplios acuerdos entre partidos. Veinticinco años de rodaje son un tiempo razonable para ver qué y cómo se puede mejorar. Como punto de partida se deberían compartir dos principios: que cualquier cambio sea para mejorar el funcionamiento del sistema (más fuerte cuanto más sean los ciudadanos que se encuentren cómodos en él), y que a ninguna autonomía se le vede la posibilidad de incorporar, si quiere, cualquier mejora en el autogobierno que otras consigan. Desde este acuerdo de mínimos, nada debería ser amenazante para la cohesión del Estado de las autonomías.

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