Ningún lugar seguro bajo el cielo de Bagdad
La inquietud se apodera de los habitantes de la capital iraquí a medida que avanzan los tanques de EE UU
Hace menos de una semana quedó terminantemente prohibido para los periodistas salir a la calle sin la compañía de un guía del Ministerio de Información. Desde hace dos días, sin embargo, la mayoría de los guías no acuden a sus puestos de trabajo. Y muchos conductores, tampoco. Prefieren proteger sus vidas y las de sus familiares antes que los jugosos dólares que pueden ganar estos días. Nadie puede garantizar ya nada. Ni las familias ricas, ni las pobres, ni periodistas, ni cocineros... Nadie respira seguro en la ciudad. Ni bajo techo, ni a cielo abierto, ni en los sótanos.
"Esto se ha convertido en una ratonera, amigo", comentaba un reportero
Familiares, amigos y compañeros terminan con la misma expresión las conversaciones con los periodistas enviados a Bagdad: "Cuídate, ¿eh?, cuídate mucho". Vale, de acuerdo, pero, ¿cómo? Lo decía esta semana el jefe de cirugía del hospital Kindy, en Bagdad: "Ahora mismo no hay un metro cuadrado donde se pueda estar seguro en Irak". Él se había llevado a su familia a una habitación del centro sanitario, pero eso no garantizaba nada. Hace tres días las bombas arreciaron en los alrededores del hospital. Y los médicos tuvieron que tragarse el miedo y los temblores para seguir operando.
"No salgáis estos días del hotel", aconsejan los jefes desde Madrid. El hotel, en efecto, parece un lugar seguro. Se asoma uno a la ventana y parece que ve la guerra en la pantalla más grande del mundo. Pasan los aviones, los tanques, los cañones antiaéreos, las tropas que avanzan, las que se rinden, los palacios que arden, los tanques sobre los puentes... Todo eso lo puede ver uno en calzoncillos, desde una novena planta, cepillándose los dientes o con una lata de Pepsi-Cola en la mano: ahí, a 100, a 300 o a 400 metros, el olor a pólvora y el sonido de bombas entre el croar de ranas y el canto de los gallos. No se tenía sensación de peligro.
Decenas de familias iraquíes se han alojado en el hotel Sheraton, uno de los destinados a los periodistas, porque creen que están más seguros aquí. Pero si supieran todas las inquietudes que se plantean los periodistas a lo mejor no pagarían hasta 100 dólares diarios -una auténtica fortuna en Irak- por quedarse en el Sheraton. Nadie puede estar seguro. Ni los niños de las familias ricas, ni los que aguardan a la puerta del hotel -"¡Míster, míster!"- para limpiar las botas. Ni siquiera los heridos ya bien mutilados que llegaron a los hospitales con una pierna, un brazo o media cara destrozada, descansan seguros en sus camas.
"Lo que más me preocupa", comentaba ayer por la mañana un compañero, "es que ahora pueden llegar unos cuantos milicianos al hotel y aquí no hay protección ninguna. Con cuatro armas hacen lo que les dé la gana con todos nosotros. Y si os dais cuenta, los milicianos que se ven ahora por las calles no son los que había estos días atrás. Es gente que se apunta a última hora, al revuelo, buscando sacar tajada del desorden".
"A mí lo que más me inquieta", reconocía otra compañera, "son todos esos kamikazes que han venido desde otros países a dar su vida y están por ahí en la ciudad esperando una orden. Como les ordenen que se conviertan en hombres-bomba, cualquier sitio de la ciudad se puede convertir en un infierno. Bueno, y que no les dé por venir al hotel a cogernos de rehenes".
"Pues a mí", comentaba otro compañero, "no se me va de la cabeza que en un momento dado, si lo ven todo perdido, aquí se puede echar mano del ántrax y que toda la ciudad se convierta en un Holocausto".
La falsa sensación de seguridad ha desaparecido. Ahora reina la inquietud. Toda esa burocracia de acreditaciones, de renovación de visado, de horas de espera se han acabado. Los pasos se han vuelto más rápidos, las calles más desiertas. La mayoría de los compañeros que tienen chaleco y casco ya no lo dejan en el ropero de la habitación. Y muchos que quieren marcharse de la ciudad no lo hacen por miedo a que no vaya a ser peor la solución que el problema. "Esto se ha convertido en una ratonera, amigo", comentaba un reportero.
Un avión F-18 se paseaba ayer durante varios minutos de forma impune sobre los edificios de los hoteles Palestina y Sheraton, dejando un rastro de inquietud y estruendo. "¿Qué pretende? ¿A qué viene esa prepotencia?", se preguntaban algunos colegas. Hace dos días se veían cañones antiaéreos iraquíes emboscados debajo de algunos puentes. Pero el avión planeaba y planeaba sobre las cabezas sin que se escucharan tiros de cañones antiaéreos.
Mientras la batalla ha entrado en sus horas decisivas, la gente que se encuentra en Bagdad vive las horas más indecisas. El humo de las hogueras de petróleo se confunde con el humo de los bombardeos. Durante varias horas al día, en el Sheraton no hay agua corriente ni luz eléctrica. Las toallas no las cambian desde hace una semana. De fondo, ya no sólo se oyen bombas, sino que se ven helicópteros Apache, tanques aparcados en los puentes, y a ratos se oyen tiros de ametralladoras o rifles.
Hay un compañero que siempre dice que lo peor está por venir. Pero ayer cambió ligeramente su expresión y dijo: "Esto es mucho más terrible de lo que yo imaginaba". En la habitación 1.503 del Palestina mataron a nuestro compañero José Couso y a otro de la agencia Reuters, Taras Protsyuk. ¿La excusa? Que había francotiradores en el edificio. Ningún periodista, ni en la planta 16, ni en la 17, ni ninguno de los que se hallaban fuera del edificio vieron a nadie apostado allí ni oyeron tiros desde el edificio.
Olga Rodríguez, la enviada especial de la cadena SER, se encontraba justo en la planta superior a donde impactó el proyectil. Se hallaba también en la terraza. El teléfono le sonó dos segundos antes del disparo y eso le salvó de mayores lesiones que las que ha sufrido en un oído. Cuestión de suerte. A todo el mundo se le dice cuídate y todos procuran cuidarse. Pero ni Julio, ni José, ni tal vez la gran mayoría de los colegas muertos, hicieron más tontería en esta guerra que cumplir con su deber. Los cientos de civiles que han muerto, y los miles de heridos que se revuelven en sus camas, tampoco cometieron más imprudencia que la de vivir en Bagdad, la ciudad donde nadie se encuentra seguro.
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