Enemigo del odio

Julio no estaba en el negocio de la guerra. Ni en el de la muerte. Todo lo contrario: tenía una inteligencia fina, que le permitía apreciar lo mejor de las cosas sin perder de vista lo peor, y un ánimo arrolladoramente vital. Tenía el talento de criticar sin amargura y de elogiar con ironía. Era muy buen periodista. Y en las últimas semanas demostró que podía contar los sucesos bélicos y las tragedias de la invasión de Irak con el humor y la ternura de siempre.
Pero, aun sabiendo que estaba en el frente, resulta casi imposible imaginarle como víctima de un misil en un suburbio de Bagdad. Ocupaba la primera línea en cualquier acontecimiento, es cierto, y cuando decidió cubrir por primera vez un conflicto bélico lo hizo como solía hacer las cosas: hasta las últimas consecuencias y con un desparpajo envidiable. Quería ver, experimentar y contar, pese a los riesgos. Viajó al golfo Pérsico con nervios, pero sin dudas.
Hoy me imagino a cualquier persona muerta antes que a Julio. Esto se escribe bajo un terrible estupor.
Era andaluz y le gustaba volver a Córdoba con frecuencia. Aunque omitía el primer apellido en su firma profesional, le recuerdo hablar de su "viejo", como le llamaba, con infinito afecto y comprensión. Echaba en falta a los suyos y, sin embargo, me parecía a estas alturas más neoyorquino que otra cosa. Había que acudir a él para saber lo último de Nueva York, desde el bar más exclusivo al drama más íntimo, pasando por el más revelador índice económico, y para obtener un juicio equilibrado sobre lo que estaba ocurriendo en los últimos y dramáticos años. Detestaba la evolución de los acontecimientos en Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001, pero, a diferencia de otros, no se había dejado abrumar: sabía distinguir que bajo el miedo, la represión y la agresividad sobrevivían valores muy positivos. Era un gran enemigo del odio y de la muerte.
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