¿Qué clase de victoria?
Proclaman los exégetas todavía en activo que, por esta vez, rompiendo una constante errónea y gracias a la visión de estadista del presidente del Gobierno, José María Aznar, España se ha apuntado al ganador en la cuestión de Irak. Los entusiastas del aznarismo sostienen que la cumbre celebrada el domingo 16 de marzo en la base militar de Lajes, en Azores, con el presidente de Estados Unidos George W. Bush y el premier británico Toñín Blair, es la más grande ocasión que vieron los siglos, al menos desde Yalta. Subrayan que es nuestra salida del rincón de la historia, la superación de tantos decaimientos, como los reflejados con la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Se permiten incluso revisar la siempre encomiada sagacidad del general Franco, que habría preferido el 23 de octubre de 1940 en Hendaya acogerse a la condición de no beligerante sin escuchar las sugerencias de ese amigo moderno y exigente que era el Führer alemán Adolf Hitler para asumir el protagonismo de los nuevos tiempos. Insisten en que por fin despertamos de tanta somnolencia y tanta incuria merced a un líder sin complejos como Aznar, capaz de llevarnos por rutas imperiales.
Claro que los compromisos guerreros para la intervención militar en Irak fueron adoptados en momentos de éxtasis atlántico donde brillaba con claridad cegadora la convicción de que para defender la legalidad internacional era imprescindible conculcarla. Después se imponía proceder a evaluarlos en términos de fuerza y de apoyo a la fuerza, antes de dar cuenta de los mismos a una opinión pública lastrada por las penosas inercias seculares antes referidas. De modo que, concluido el espectáculo montado para los medios de información en Lajes, embarcado en el vuelo de vuelta a casa, mientras se fumaba un puro y conversaba con los periodistas a bordo del avión de la Fuerza Aérea, Aznar debió recordar lo cortos que andamos de efectivos tras la continuada incapacidad de reclutar el contingente legal previsto para nuestras Fuerzas Armadas profesionales. El propio jefe del Estado Mayor del Ejército, general Luis Alejandre Sintes, lo había reconocido al tomar posesión.
Porque, restados los militares enviados a la recogida de chapapote de las esplendorosas playas gallegas y los desplegados en los Balcanes y en Afganistán, país donde acabamos de renunciar a la asunción de las responsabilidades que por turno iban a correspondernos, las disponibilidades de efectivos son muy exiguas. Añádase el criterio del secretario de Defensa americano, Donald Rumsfeld, imbuido de autosuficiencia y contrario a sumar combatientes aliados siempre vistos como estorbo, y se comprenderá la opción del Gobierno PP por vestir la misión militar enviada a Irak como humanitaria aunque tuviera el aditamento de infantes de marina para autodefensa y de unidades de ingenieros especializadas en la desactivación de minas junto con otros elementos del regimiento NBQ instruidos contra la guerra nuclear, biológica y química.
Visto que ni las fuerzas parlamentarias ni la calle acompañan estos compromisos impuestos por Aznar, el PP ha preferido el recurso al victimismo.
El presidente del Gobierno en un arrebato solipsista prefiere emborracharse de la razón de la que piensa estar asistido sin importarle el precio de la completa soledad. Se empeña en izar la bandera más desmesurada y las calles se llenan de banderas republicanas; erige al PP en garantía irremplazable de la unidad de España y cunden las reclamaciones de cosoberanía; enarbola la Constitución y se rompen los consensos que estuvieron en su origen, quiere sacar a España del rincón de la historia y consigue descoyuntar la política exterior.
Ahora, Aznar piensa que juega a ganador sin haber contado con el general desierto ni con el general verano, pero antes debería explicarnos qué clase de victoria es la que quieren alcanzar los del abrazo de Lajes. Porque desde Carlos Clausewitz sabemos que una victoria sólo puede ser alcanzada si está bien definida, mientras que la alteración sucesiva del objetivo de la intervención militar -desarme de Sadam, sustitución de su régimen, golpe al terrorismo internacional- impulsa el desconcierto e impone el vocabulario de la hipocresía para reclamar a todos "la obediencia pasiva y los sacrificios" de los que hablaba Benjamín Constant en el capítulo VIII de sus Escritos Políticos.
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