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Columna
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Todas las armas, todos los déficit

Joaquín Estefanía

En el último trimestre de 2001 George W. Bush pronunciaba un discurso en la mítica academia de West Point y prometía a los militares "todos los recursos, todas las armas, todos los medios" para acabar con el terrorismo internacional. Poco antes se habían producido los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono y los halcones de la Casa Blanca, según cuenta Woodward, ya habían estudiado en el Consejo de Seguridad la invasión de Irak y el fin de Sadam Husein.

De entonces a ahora, la Administración de Bush ha seguido una política fiscal muy atípica para tiempos de conflictos. En primer lugar, multiplicó los gastos de defensa y seguridad a raíz del 11-S. Según las primeras estimaciones oficiales, dadas a conocer hace unos días, el coste de los atentados para EE UU se evalúa en alrededor de medio billón de dólares. En ellos se incluyen los gastos de seguridad interior y defensa, las ayudas a las compañías aéreas afectadas por la crisis del turismo, y el crédito extraordinario de 40.000 millones de dólares en ayudas directas a la ciudad de Nueva York. En segundo lugar, Bush mandó al Congreso una reducción muy sustancial de los impuestos a 10 años vista, por valor de 760.000 millones de dólares, entre la cual se incluía la desaparición del gravamen sobre los dividendos de las acciones. Prácticamente todos los analistas entendieron que el sentido de esta contrarreforma era el de reducir la presión fiscal a los más ricos que son los que, teóricamente, pueden invertir.

Por último, la semana pasada el presidente demandó a las Cámaras parlamentarias la aprobación de un crédito extraordinario por valor de casi 75.000 millones de dólares para sufragar los primeros gastos de la guerra contra Irak. Se trata de costes militares, operaciones de combate, municiones, traslados e intendencia de las tropas; una cantidad muy pequeña de ayuda bilateral a países aliados (casi nada a la Turquía rebelde); y otro monto, casi testimonial, de ayuda humanitaria a Irak. Se cree que estas cifras están infravaloradas adrede.

La mezcla de la tan espectacular reducción de impuestos y el incremento de gastos públicos en defensa y seguridad han conducido a un no menos espectacular déficit público de 400.000 millones de dólares. Ni 150.000, ni 300.000 como se decía hace tan sólo unos días: 400.000 millones. Pocas veces en la historia, en tan poco tiempo, se ha pasado de un superávit récord a un déficit récord. Éste es, por ahora, el balance de la desastrosa política fiscal de Bush y su equipo. Si a este déficit presupuestario se le une el déficit por cuenta corriente (se importa más que se exporta), la situación empieza a parecerse a la de Ronald Reagan, que tanto costó corregir.

Bush ha violado uno de los pocos principios de sentido común que rigen en la economía: en tiempos de guerra no bajar los impuestos. No es de extrañar que, en esta coyuntura, varios republicanos y casi todos los demócratas se rebelasen la pasada semana en el Senado y redujesen a la mitad -350.000 millones de dólares- la cantidad que Bush quería detraer del pago de impuestos. Según varios economistas, lo sensato hubiera sido que votasen negativamente a todo el plan Bush. Como la Cámara de Representantes, unos días antes, había dado el visto bueno a la rebaja de impuestos casi tal como llegó de la Casa Blanca, el siguiente paso es que las dos Cámaras ahormen una propuesta común.

A este déficit se le pueden sumar las nuevas ayudas a las compañías aéreas, algunas de las cuales ya están en suspensión de pagos (US Airways o United Airlines) y otras (American Airlines) con muchas dificultades. La caída de reservas aéreas llega al 30% y el sector ha perdido más de 100.000 puestos de trabajo en los últimos años. Se trataría de una especie de nacionalización de pérdidas encubierta.

Si a ello se añade el pésimo tono vital que proporciona el índice de confianza de los consumidores -que es muy representativo porque el consumo supone dos tercios de la economía de EE UU- el panorama no es muy halagüeño.

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