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Columna
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Belcebush

Bagdad es capital del mundo en esta primavera sangrienta. Madrid, Londres, Roma, Washington, París, Berlín, Singapur e incluso Matalpino y Alpedrete amanecen cada día con la congoja en el alma. Da miedo poner la radio y enterarte de las masacres perpetradas mientras dormías. Nadie duda ya a estas alturas de la existencia de Lucifer. El Papa tenía razón. El Maligno se ensaña en las riberas del Éufrates y el Tigris. Anda suelto Satanás. El infierno está aquí. Las huestes de Belcebush, ángeles de las tinieblas, masacran a inocentes que compraban verdura en un mercado. Asesinan, dicen, con bombas inteligentes. Estos tipos están degradando el lenguaje. El término libertad ha sido vilipendiado. Pretenden también que el adjetivo humanitario se aplique a su mortal cinismo. Todo ello es aplaudido desde Madrid, desde Moncloa. El Eje del Mal tiene el culo en la carretera de La Coruña. Con la Iglesia te has topado, monclovita. Te quedan dos o tres telediarios, por bigotes.

Porque a primeros de mayo se te presenta aquí el Santo Padre para canonizar a sor Ángela de la Cruz. Como usted bien sabe, monclovita, el Papa está contra la guerra y, por tanto, contra usted. Será bonito ver la cara que usted pone en Barajas al recibir al Sumo Pontífice, y viceversa. Usted, emulando a Tierno Galván, le saludará en latín: "Veni, vidi, vici" (llegué, vi, vencí), y Su Santidad le replicará airado, en castellano: "¿Hasta cuándo, José María, vas a estar abusando de mi paciencia? ¡Qué tiempos, qué costumbres!". Madrid volverá a ser roja, señor, con la inestimable ayuda del Vaticano. Usted ha despertado del sueño a muchos desdeñosos de las urnas. Usted ha concitado las iras de Alá y de Jesucristo. Usted lo lleva claro, señor. Usted es cómplice de la novísima Trinidad del Mal: un vaquero indocto, un inglés con cara de pasmado y un señor con bigote que hace de correveidile en la comparsa.

"Los hombres lloran sin lágrimas", escribía ayer desde Bagdad Ángeles Espinosa, enviada especial de este periódico. Por todos los demonios, que cese este infierno, señor Belcebush.

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