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GUERRA EN IRAK | Las movilizaciones de protesta
Columna
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Vendrá la paz

Dadas las presentes circunstancias, esta guerra es inadmisible desde el punto de vista ético, ilegítima en lo que concierne al orden internacional y probablemente no sólo un error desde el punto de vista político, sino engendradora de otros muchos. En el momento en que nos encontramos lo que resulta difícil de entender es que una parte de los líderes internacionales no haya parecido tener en cuenta el número de vidas que va a suponer, un valor que debiera estar por encima de cualquier otro y no sujeto a discusión. A partir de ahora no tiene sentido el debate emprendido hasta el momento: aunque se descubran armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein (e incluso aunque se empleen) ya no podremos saber nunca si había otro procedimiento para hacerlas desaparecer que el ahora empleado.

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La guerra iniciada tiene poco que ver con aquellas otras ocasiones históricas con las que ha sido comparada. La reunión de Yalta hizo nacer un nuevo orden internacional; la de las Azores más bien ha levantado acta de la destrucción del anterior. En la ciudad de Crimea, Churchill tuvo la preocupación de que una potencia -la URSS- ejerciera una hegemonía absoluta sobre una parte de Europa gracias a las circunstancias militares; de ahí que quisiera precisar en porcentajes (luego imposibles) la magnitud de la respectiva influencia en la Europa del Este. Ahora la incógnita es una, el predominio de una superpotencia a la vez unilateral y provinciana. Tampoco lo sucedido en Kosovo tiene nada que ver: allí se estaba matando a la población y, por tanto, había una obligación de intervención inmediata (no sólo mediante bombardeos sino también con tropas de tierra). Frente a lo que afirma el presidente del Gobierno, a Milosevic lo echaron los serbios, no la intervención de la comunidad internacional.

De los análisis que han sido realizados por parte de los políticos españoles conviene retener dos especialmente inteligentes. Para Pujol lo sucedido es un estropicio en muchos sentidos. Para un político retirado que desempeñó responsabilidades muy importantes la posición española debía haber consistido, como mínimo, en repetir esa canción, muy rítmica pero de letra por completo ininteligible, que se ha hecho famosa. La discreción y la prudencia también son virtudes políticas.

No han existido y nos encontramos ante un panorama dominado por el estropicio. Lo último de lo que hemos sido espectadores ha sido que el presidente del Gobierno nos ha ofrecido uno de esos platos característicos de la gastronomía china de composición improbable pero de digestión difícil porque consisten en los consabidos ataques a la oposición. No tiene remedio y se debe dejar para los aznarólogos la solución a la poco incitante pregunta de si es un hombre frío que piensa en la rentabilidad a medio plazo o, simplemente, la cuestión se le ha ido de las manos. Zapatero, por su parte, tiene, sin duda, más razón pero presentar el apoyo prestado por España como logístico y no humanitario resulta un exceso; no es lo uno ni lo otro sino tan sólo ridículo.

De cualquier forma hay que desear el menor número de muertos y emprender, en cuanto sea posible, la tarea de remediar el estropicio. La ONU en su actual estado es una maquinaria renqueante; no hay que desecharla sino repararla. Europa tiene que decidir de una vez si está dispuesta a desempeñar el papel que le corresponde por su peso económico o perderse en la minucia. Tan sólo una sólida cooperación con ella constituye el antídoto para la soledad del gigante unilateralista norteamericano.

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En España es preciso reconstruir un consenso desbaratado en tantos terrenos, incluso el generacional. Aznar lo ha reivindicado después de haberlo destruido. Lo que llama la atención es que algunos hayan dirigido sus miradas al Rey; en el caso de Llamazares ha habido incluso un emplazamiento. Pero esto no tiene sentido porque la Monarquía carece de poderes en política exterior. Aun así, invocarla revela un estado de ánimo colectivo preocupante porque se percibe, tras ello, un ansia de acuerdo en una sociedad a la que se ha impuesto una espiral de confrontación absurda e insensata.

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