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Columna
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Muerte y golosinas

El 82% de los europeos teme un ataque terrorista internacional, según el Eurobarómetro. Pero hay otros miedos para dar y vender: miedo al lanzamiento accidental de un misil nuclear (58%), miedo a un conflicto mundial (57%), miedo a un conflicto nuclear (52%). Clinton interpretó el final de la guerra fría como "la plenitud del tiempo", pero ahora se ha comprobado que supuso en realidad el vacío del espacio y, como derivación, el tránsito a un tiempo de muerte ambiental.

En la ecuación del Bien y el Mal, ninguno de los dos gana existencia sin la energía de su contrario. Estados Unidos fue el Bien ante el "imperio del diablo" con que se conocía allí a la Unión Soviética. Gracias a esa oposición, una y otra potencia vivieron un largo periodo de autoestima. Bastó, sin embargo, que un polo se descompusiera para que su antagonista se extraviara en la locura de la totalidad. Lo chocante de la posible americanización total del mundo no es la pérdida de nuestra identidad, sino la pérdida de la identidad. El mundo se hace hoy un no-lugar como efecto de la homologación y un no-tiempo, además, como consecuencia de la instantaneidad. Tras la anulación de esas matrices, ¿cómo no verse expuesto al contagio de lo peor?

Ahora, no obstante, llega el miedo como tabla de salvación; el miedo como proteína para la identidad. Así, el extravío norteamericano y europeo en un mundo norteamericanizado queda interrumpido con el nacimiento de una oportuna amenaza exterior, un acoso que atestigua a la víctima, un peligro que la vivifica, un riesgo que le concede. Todos, en fin, no terroristas, nos vemos incluidos en la misma dialéctica de afianzarnos mediante el temblor, llegar a ser gracias al acecho del otro.

Este otro, inventado por el sistema, posee especialmente la extraordinaria condición de que no tendrá fin. La guerra que ha inventado Estados Unidos no se dirige en realidad contra Irak, sino contra el campo vacío. No busca acabar con el miedo, sino reciclarlo como abono, de manera que gracias a él la patria florece y el poder se refuerza sin límite porque el enemigo terrorista es el enemigo más resistente a una negociación final. No hay probable transacción con el terrorista, puesto que el terrorismo se basa, sustantivamente, en el desequilibrio y no en la contraprestación: mata sin diferenciación ni medida, mata sin lugar, sin campo de batalla ni cadencia. La base de su fuerza es la arbitrariedad y terminantemente la sinrazón del terrorismo es su máxima razón de ser.

El terrorismo llama a la guerra antiterrorista, la provoca, la prolonga, la enloquece hasta el extremo de convertirla en un delirio y contagiarla de su propia sinrazón. Así se contempla esta guerra, supuestamente contra las Fuerzas Armadas de Irak. Contra un espacio donde apenas hay nada y donde día a día hay menos misiles, menos resistencia, menor capacidad de intercambio. Si el terrorismo fuera Irak y Sadam Husein la victoria, haría desaparecer tanto su terrorismo como al mismo antiterrorista norteamericano. Y lo mismo cabe decir de los demás componentes de la alianza internacional. La victoria sobre la nómina del "eje del mal": uno a uno, irá produciendo simultáneamente la desaparición del vencido y el vencedor.

Pero contra esa eventualidad aniquiladora se ha inventado la "guerra preventiva". Si el enemigo puede ser un elemento agotable, la guerra preventiva posee la facultad de gestar enemigos sin cesar. La guerra preventiva es dueña de una demiurgia que la convierte a la vez en represora de la subversión y en su estimulante. Mata y resucita matando, se reproduce con la contracepción y se derrota con sus éxitos. Cuanto más desproporcionada es esa guerra preventiva, más incita al auge y difusión del enemigo. Se trata, en consecuencia, de un fenómeno de movimiento continuo, una guerra eterna que vive de la nada, nace de las cenizas, siembra sin parar la muerte para parirnos, reparte dosis de muerte para ofrecernos el gusto de vivir. O, en definitiva, hace de la muerte su golosina tras habernos amargado la inocencia de vivir.

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