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Columna
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La alianza más cara jamás comprada

Joaquín Estefanía

El resultado de las negociaciones entre EE UU y Turquía para utilizar el territorio de este último país como lanzadera de un frente norte en la guerra contra Irak -dinero a cambio del derecho de paso de 40.000 soldados- es muy importante desde el punto de vista geopolítico. Pero desde el económico, lo significativo ha sido el proceso: el camino.

El analista británico Robert Fisk escribía hace unos días un artículo titulado 'Nos hemos cansado de que nos mientan', en el que atribuía a esas permanentes falsedades de la Administración norteamericana sobre los motivos reales del conflicto las enormes movilizaciones de la opinión pública. Thomas Friedman publicaba otro texto titulado 'Bush debe empezar a decir la verdad sobre esta guerra', en el que pedía más descaro para dejarse de valores y hablar de intereses, aunque estos últimos le parecían suficientes para iniciar la guerra. Independientemente de esas opiniones, la verdad es que en pocas coyunturas como en ésta se han desvelado con más claridad los intereses económicos que se juegan. El paroxismo de esta actitud pornográficamente mercantil fue la del hermano del presidente de EE UU, Jeb Bush, en su reciente visita a Madrid, cuando prometió a los españoles abalorios, espejos, collares, mantas,... a cambio del apoyo a la cruzada que se nos viene encima. Lo mismo que hacían los vaqueros con los indios en las películas del Oeste.

El ejemplo más claro de estos intercambios se ha dado la pasada semana entre EE UU y Turquía. Ayudas económicas a cambio de apoyo político. Las diferencias no eran astronómicas: EE UU ofrecía 26.000 millones de dólares y Turquía demandaba 32.000 millones. El Gobierno turco jugó fuerte porque sabe que su opinión pública se opone muy mayoritariamente al ataque a Irak. 26.000 o 32.000 millones, se trata de la alianza más cara jamás comprada. Como decía un periódico norteamericano, el negocio de alinear a los gobiernos reacios para que proporcionen bases y apoyos "no es exactamente un ejercicio en el idealismo wilsoniano".

Al apostar tan fuerte, Ankara seguramente quería cobrar por tres conceptos. El primero, con efectos retroactivos: en la guerra del Golfo de 1991, Turquía fue uno de los países que más perdieron; aquel conflicto costó a ese país miles de millones de dólares en comercio perdido, el cierre de un lucrativo oleoducto y convertirse en sede temporal de centenares de miles de refugiados. Algunos han evaluado ese lucro cesante en más de 30.000 millones de dólares. En segundo lugar, desquitarse de ser un país permanentemente zaherido por la comunidad internacional: eterno aspirante a la entrada en la UE, ha visto como otros muchos países han pasado por delante de él; más a más, ha contemplado como la OTAN se negaba a aprobar, hasta el último momento, una resolución para ser defendido en caso de ataque por parte de Sadam Husein. Por último, cobra el royalty del modelo de democracia secular islamista que Washington defiende para el futuro iraquí y, más allá, para Oriente Próximo.

País fundador de la OTAN, Turquía ha sido el cliente favorito del FMI en coyunturas en que este organismo multilateral aplicaba otra vara de medir al resto de los países emergentes, por ejemplo Argentina o Brasil. Ahora, además de insistir una vez más en convertir a EE UU en su principal aliado para presionar a la UE con la candidatura de Turquía, necesita a los estadounidenses para enderezar de una vez su complicada situación económica. Con un sector financiero profundamente deteriorado, a la japonesa, Turquía acaba de salir de una pesadilla económica casi imposible de comparar. En 2001, su PIB se contrajo un 10%, la inflación superó el 70% y su moneda se devaluó más de un 50% respecto al dólar. Seguramente, esa formidable depresión explica en una parte -la otra ha sido la corrupción- la mayoría absoluta del Partido de la Justicia y el Desarrollo, y la casi total desaparición del mapa político de las formaciones tradicionales.

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