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AMENAZA DE GUERRA | Las consecuencias
Columna
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La venganza de la URSS

El Cid ganaba batallas después de muerto; y la Unión Soviética, al menos, le complica la victoria a los demás, aunque sea, igualmente, sólo una sombra del pasado.

Desde su desaparición, la Unión Soviética no ha dejado de propagar ondas de maremoto, cuya esencia ha consistido en privar al mundo occidental de esa ancla que era un enemigo confiable, en apariencia sólido y, sobre todo, incapaz. Todos los que tenían virtualmente en nómina al Gran Satán comunista, como, por ejemplo, el sistema de partidos italiano, tuvieron que transformarse para sobrevivir. Y el último afectado, aunque sólo traspuesto y no destruido, es la OTAN, dividida por causa de la guerra contra Irak.

La Alianza Atlántica se justificaba por la existencia del enemigo con denominación de origen, pero, una vez desaparecido éste, no hay razón para que Francia no se pueda alinear un día con Polonia contra quien sea, o, como ahora, con una Alemania a la que Gerhard Schröder acaba de poner definitivamente en el mapa gracias a su no a Estados Unidos, contra el presidente Bush y su expedición medio-oriental. Se trata de un fin de la historia tan bueno como el de Fukuyama y su terminación hegeliana del conflicto entre ideologías, como es, hoy, el fin de las alianzas inevitables, que da paso a una geopolítica mucho más a la carta, en la que jueguen el mayor papel las conveniencias inmediatas del poder. Al diablo con la teología.

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Y todo ello viene a subrayar, por añadidura, la enorme dificultad que habrá de registrar en el futuro la construcción de la UE. Ocho Gobiernos de la Unión han creído apropiado a sus intereses abandonar cualquier atisbo de posición común europea para cerrar, en cambio, filas con Washington; y una decena de aspirantes se han sumado también a esa actitud. Ahondar en esa nueva geometría, tan sumamente variable, tanto de la OTAN como de la propia UE, es ya la gran arma norteamericana para que no se le crezca en el futuro una Europa unida y respondona.

Todo esto era, desde luego, predecible, y, por eso, la OTAN y Estados Unidos han tratado estos últimos años de redefinir la amenaza externa para preservar una cohesión de intereses, hasta dar, en el curso de esa tarea, nada menos que con el 11-S, que pudo parecer en principio incluso providencial. Pero el uso indiscriminado del peligro islamista, ese dar por sentado que era posible practicar todas las amalgamas y anexiones mentales de enemigos, está creando las mayores dificultades a la formación de la gran alianza contra Sadam Husein, que habría preferido Washington. Al Qaeda es cierto que constituye una amenaza, pero no, precisamente, de la clase que se combate librando una guerra convencional a un enemigo también convencional, y, encima, Irak -o Siria y Libia-, que es uno de los que nunca han complacido, por laico, a las huestes de Bin Laden, aunque, hoy, digan que lo apoyan por solidaridad islámica. La superchería es demasiado visible.

La guerra de Afganistán, para la que había alguna justificación geopolítica, ha mostrado, sin embargo, los límites de su eficacia: ganar la guerra; y avisar de lo que les pasa a los que se amigan con el Mal, lo que es positivo en el marco de la realpolitik de Washington; pero, también: no encontrar a ninguno de los grandes culpables, talibanes o Al Qaeda, dejando el país de nuevo presa de los Señores de la Guerra, lo que parece insuficiente.

El contencioso occidental sobre Irak no ha terminado todavía, y, por lo menos, Francia aún puede medio rebobinar, devolviendo una semblanza de unidad a la alianza euro-americana, pero lo que ha ocurrido es, cuando menos, un aviso. Uno de los hermanos Karamazov dice algo así como que "si Dios no existe, todo está permitido". Si falta el punto de apoyo soviético, al mundo le pasa algo parecido. El 11-S fue un crimen de lesa majestad, pero la fecha del nacimiento de un mundo diferente, aún básicamente por explorar, sigue siendo diciembre de 1991, la muerte de la URSS. Aunque pueda vengarse todavía.

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