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DESAPARECE UN MAESTRO DE LA LITERATURA
Columna
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La vaca y el dinosaurio

Juan Cruz

Escribió Monterroso en La palabra mágica: "Vivir es común y corriente y monótono. Todos pensamos y sentimos lo mismo: sólo la forma de contarlo diferencia a los buenos escritores de los malos". Y continuó: "Por último, siempre es interesante ver las máscaras que cada autor se pone y se quita".

Su máscara era la ironía, y detrás de esa máscara cultivó la insuperable ternura de un tímido. Cuando escribió El dinosaurio, el cuento más breve de la historia de la literatura ("Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"), no sólo estaba haciendo magia, sino que estaba siendo él mismo: mínimo y máximo al mismo tiempo, un escritor poseído por una risa interior que le hizo mirar siempre desde el otro lado del objetivo. Su ánimo de perfección le llevó a la esencia; ahí él marcó la diferencia.

"Disfrutó de la rara virtud de no tener envidia ni vanidad ni rencor ni nada"
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Hay otro cuento suyo, La vaca (su animal: si era una vaca era siempre la vaca de Monterroso), que resume su modo de verse a sí mismo en los relatos. No me resisto a copiarlo: "Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí, pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha".

Así era Monterroso, paradójico y tierno como sus cuentos, imaginando una existencia surreal pero perfecta en la que él vivía rodeado de palabras, pero en silencio. Nada era imposible, ni en sus relatos ni en su conversación. Es acaso el escritor reciente del cual se pueden contar mayor número de anécdotas, y algunas son verdad. Pero él no era en sí mismo un hombre que buscara la genialidad: estaba en él. Cuando tú reías él se quedaba mirando como Buster Keaton. O como Quevedo. Una noche llegó deprimido y ensimismado a una reunión social de poquísima gente; su mujer, la escritora Barbara Jacobs, se había quedado en el hotel, aquejada de una leve enfermedad. Y Monterroso vivía esa ausencia temporal como un mordisco en su ánimo, de modo que todos los que le rodeaban le preguntaban banalidades para tenerle atento. Y uno le preguntó: "¿Y a ti por qué te llaman Tito?". "Fueron mis padres, cuando niño; entonces les daba apuro llamarme Monterroso".

Es imposible imaginar a Monterroso sin Barbara, y viceversa; ella fue siempre su sostén anímico, su compañera, la otra parte esencial de su vida. Juntos hicieron la Antología del cuento triste, que es como un manifiesto literario en el que ambos se confabularon para decir qué literatura les valía la pena. Y juntos viajaron y viajaron. Muchas anécdotas les unen para siempre. Ésta es una. Aún vive la madre de Barbara, la suegra de Tito; pero el padre, un antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales, murió recientemente. Esta anécdota es cierta: estaban un día celebrando una fiesta familiar, y ya el viejo Jacobs padecía las ausencias de la senilidad. En medio del almuerzo irrumpieron unos ladrones que amedrentaron a la familia; mientras el padre preguntaba si no habría que poner más sillas para aquellos señores, todos tuvieron que lanzarse cuerpo a tierra, pues aquellos señores amenazaban con pistolas. Desde el suelo, Tito aprovechó la brevedad de su cuerpo y fue reptando hasta un teléfono, y allí, disimulando la voz detrás de las telas de su rebeca, acertó a alertar a la policía. Uno de los ladrones gritó: "¡Vámonos, que el bajito nos hunde!".

Era un hombre de una extremada buena educación irónica, dulce, exquisito; decía que los bajitos tenían un sexto sentido para reconocerse, pero él mismo tenía un séptimo sentido: el que le permitía advertir la estupidez en medio del gentío, y caminar hacia otro lado. Usaba rebecas gruesas, su cara era sonrosada y feliz; reía, sin embargo, con mucha moderación, como si detrás de su sonrisa tuviera bien clavada la melancolía de vivir. Sufrió el exilio guatemalteco; aún disfrutó, en los últimos años, el homenaje de su país, ya cercano a la libertad. Retrató a sus contemporáneos como si los estuviera dibujando por dentro. Disfrutó de la rara virtud de no tener envidia ni vanidad ni rencor ni nada; era, en efecto, como si siguiera siendo el niño al que sus padres llamaban Tito porque les daba apuro llamarlo Monterroso. No necesitaba la máscara que se ponen los adultos. Ésa fue su gloria: haber mantenido la sencillez hasta en la gloria.

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