El jardín vertical
"Desde pequeño fui pequeño", escribió Augusto Monterroso, cuya sabiduría dependía, en buena medida, de restarse importancia a sí mismo y sugerir que sus hallazgos ocurrían por accidente. Formado en los clásicos que frecuentó desde su infancia en Guatemala, se hizo de un riguroso sistema de conocimiento; repudiaba la solemnidad y exigía rigor formal. Estos atributos lo convirtieron en el mejor maestro de práctica literaria que ha tenido México. Su legendario taller de cuento fue visitado por mi generación como si entráramos a los estudios de Abbey Road o al Globe Theatre con Shakespeare en el reparto.
Monterroso nos convenció de que la literatura significaba mucho más de lo que habíamos previsto. En forma admirable, tomó en serio a jóvenes sin otras credenciales que el pelo alborotado por un viento imaginario, un ejemplar del Ulises subrayado hasta el absurdo y la superstición de que los amoríos fallidos son materia prima. Hubiera sido sencillo que se limitara a mostrar nuestros defectos. En forma casi distraída, como si narrara un chisme que apenas nos tocaba, amplió nuestro horizonte y transformó el cuento en una tentación mucho más intensa y difícil de satisfacer, es decir, en un destino meritorio.
"El verdadero humorista pretende hacer pensar, y a veces hasta hacer reír", escribió
Fue el mejor maestro de práctica literaria que ha tenido México. Su taller de cuento fue legendario
Cuando ya se acercaba a los cuarenta, Monterroso publicó el primero de sus desafiantes títulos: Obras completas (y otros cuentos). En un mundo que tiene prisa, él escribía cuando lo juzgaba inevitable. No es casual que en La oveja negra y demás fábulas (1969) dejara la más sugerente interpretación del silencio de su amigo Juan Rulfo, sagaz Zorro de la selva literaria.
Después de renovar dos géneros canónicos, el cuento y la fábula, Monterroso escribió libros misceláneos, abiertos a todas las variantes de la prosa: Movimiento perpetuo (1972), La palabra mágica (1983) y La letra e (1987). Su novela Lo demás es silencio (1978) recupera la vida y la obra de un intelectual pueblerino, Eduardo Torres, autor de máximas de este calibre: "Los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista".
Como Luis Cardoza y Aragón, Monterroso encontró en México su Guatemala. Siempre leal a sus convicciones de izquierda democrática, sobrellevó el exilio sin estridencias ni mudanza de convicciones. En su libro memorioso Los buscadores de oro volvió a la tierra de la infancia con la estremecedora sobriedad de quien demuestra la arena pobre de la que parten las grandes aventuras. Premio Juan Rulfo y Príncipe de Asturias, editor de la insoslayable serie Nuestros Clásicos de la UNAM, admirado por Calvino, Cortázar y García Márquez, corrector altruista de textos ajenos que serían célebres, inventor de chistes destinados a volverse aforismos, Monterroso nunca perdió la entrañable proximidad de quien tiene un apodo que le sienta de maravilla. Le decíamos Tito y sabíamos que era un genio.
"El verdadero humorista pretende hacer pensar, y a veces hasta hacer reír", escribió en Movimiento perpetuo. Su obra fue una estética pero también una ética. No solemos imaginar de buen humor a un escéptico. Tal fue el asombro ejercido por Monterroso. Tito solía disfrutar la vista del extenso jardín al lado de su casa. Como una metáfora de la intolerancia, el vecino decidió levantar una barda altísima. Entonces Tito y su imprescindible compañera, Barbara Jacobs, cubrieron la barda con una planta aficionada a trepar paredes. Al cabo de unos meses tenían un jardín vertical, más satisfactorio que el que veían por la ventana. Como en la fábula El paraíso imperfecto, Monterroso se ha ido al cielo, un lugar extraño donde no se puede ver el Cielo. Mientras tanto, entre nosotros, su jardín sigue creciendo.
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