La viruela
Tan pronto Bush declaraba que "el juego ha terminado", el Gobierno español compraba dos millones de vacunas contra la viruela. No son muchas: las justas para proteger a los miembros de las Fuerzas Armadas y "a otros colectivos profesionales expuestos a un ataque biológico". En Alemania, más cautos, se han provisto de 12 millones de dosis, y en Reino Unido, de otros 30 millones. Estados Unidos posee actualmente 150 millones de unidades y para marzo esperan contar con una provisión holgadamente superior al número de sus ciudadanos.
La viruela, declarada erradicada por la Organización Mundial de la Salud en mayo de 1980, regresa como una venganza espectral a manos del Tercer Mundo. Mientras Occidente se ha dotado de armas inoxidables de aniquilación masiva, el subdesarrollo se defiende con virus. Los recursos de Estados Unidos se basan en supercomplejos arsenales de material inerte, mientras los enemigos atrasados se sirven de ínfimos seres con instinto mortífero. A través de las cepas infecciosas regresa la truculenta conciencia de la historia que busca ahogar la soberbia del progreso y reestablecer su democracia de la miseria, la impotencia y el dolor. Tres imperios -el hitita, el inca y el azteca- cayeron uno tras otro a manos de la viruela y desde el emperador Marco Aurelio hasta el rey Luis XV, expiraron bajo un cuerpo minado de pústulas cebadas por 10.000 años de antigüedad.
Cualquiera de las nuevas granadas que posee el Pentágono aniquilaría a un barrio entero, pero, también, un iraquí tosiendo su infección en un estadio acabaría con montones de espectadores. ¿Estará acabando ya? Porque, ¿quién garantiza que la guerra biológica no se encuentra en marcha? ¿Escalofríos? ¿Dolores de cabeza o de espalda? ¿Náuseas? ¿Vómitos? ¿Fiebre? La erupción no aparece hasta unos días después, pero incluso los primeros síntomas pueden ser imperceptibles hasta dos semanas más tarde de la primera exposición. ¿Quién nos dice, por tanto, que, víctimas de la "guerra preventiva", no estemos contaminados al día de hoy? Contra el indicio del ataque cabe la defensa. Pero, en la sinrazón, enloquecida la ecuación humana, ¿quién puede prevenirse de la prevención?
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