'Chicago' se cuela en Berlín
El escaparate de la sesión inaugural de la Berlinale se llenó anoche de gente guapa Catherine Zeta-Jones, Renée Zellweger y Richard Gere defendieron el estreno europeo del filme
Cuentan que si las aceras de Berlín son gélidas, las de Chicago hielan literalmente los huesos y hay que llenar las tripas con alcoholes duros, mover los pies en forma de ráfaga de pistola ametralladora y hacer latir el corazón con ritmo de blues para mantener la cabeza clara, iluminada, en equilibrio. Y algo de ese equilibrio prefabricado hay dentro de Chicago, porque es una película musical muy loca hecha por gente muy cuerda, quizá demasiado cuerda, porque la aparatosa secuencia de imágenes con que nos envuelven huele a exceso de cálculo, a mucha mecánica y poco alma.
Lo mejor de Chicago está probablemente en una zona escondida de sus evidencias. Me refiero a la furia y a la ironía con que sus tres protagonistas, Catherine Zeta-Jones, Renée Zellweger y Richard Gere, compensan su escaso, por no decir nulo, dominio del oficio de cantar y bailar. Los hábiles y trepidantes juegos de montaje y las oscuras atmósferas tenebristas que devoran el escenario les ayudan a ocultar la parte más estridente de sus torpezas, a que pasen inadvertidos sus movimientos sobre la cuerda floja del balbuceo, a que no resople el mal fuelle de sus pulmones musicales.
Todo el tinglado escénico se basa en las formas y ritmos que creó el genial Bob Fosse
Es una curiosa mezcla entre el cine de 'glamour' y un sórdido y cruel 'thriller' musical
Pero son ellos mismos su mejor ayuda, porque son tres cómicos de pura casta y le echan empuje, pasión y ganas a su temerario esfuerzo por parecer lo que no son. Y logran que esta misión imposible prospere y salga adelante sin que los fantasmas del intrusismo y del ridículo asomen el hocico. Ciertamente, no borran los recuerdos de Cyd Charisse, Liza Minnelli y Fred Astaire, pero consiguen que no les echemos de menos y, para ello, se sirven de la argucia de -ya que no saben cantarlas y bailarlas bien- interpretar sobreactuando sus canciones y sus bailes, treta que les permite protegerse con la infalible cortina de humo de la exageración y sin que se note demasiado la trampa, el engaño escénico que esto supone.
Además del coraje, cercano a la insensatez, de su triángulo protagonista, hay que convocar aquí el contrapunto de los trabajos de John C. Reilly, que también vino ayer al estreno berlinés de Chicago, y, sobre todo, a la enorme y hermosísima Queen Latifah, que tiene un par de momentos musicales y dramáticos de pura seda negra. Pero también hay que considerar como lo mejor de esta película lo que tiene de astuta llamada a las claves de su procedencia, que se remonta al Broadway neoyorquino de 1975, en uno de cuyos escenarios, ya derruido y probablemente convertido en un banco o en una tienda abastecedora del pijerío universal, el genio de Bob Fosse, que creó las formas y los ritmos que sostienen todo el tinglado escénico y cinematográfico propuesto por el director de Chicago, Rob Marshall.
Viendo Chicago se tocan con las yemas de los ojos -además de algunos instantes e imágenes de, entre otras célebres películas, La dama de Shanghai, de Orson Welles, cuya inolvidable escena de los espejos motiva uno de los momentos fuertes del filme de Rob Marshall- las formas ideadas y desarrolladas por la inmensa fertilidad de la inventiva musical de Bob Fosse, cineasta, bailarín y coreógrafo muerto en la plenitud de su talento y que volvió del revés como un saco algunas de las tradiciones fundamentales del cine musical estadounidense.
El montaje teatral de Chicago por Bob Fosse ha quedado como uno de los golpes de genio básicos de su potencia renovadora. Y hay, con toda evidencia, en este Chicago filmado por Rob Marshall recursos e inventos -como, para entendernos, el famosísimo juego de danza y de canto de Liza Minnelli con una silla sobre un escenario, que procede directamente de Cabaret- arrancados de cuajo de la obra cinematográfica de Fosse. Y esto no tendría mucha relevancia si se tratara de uno o dos homenajes de Marshall a su maestro, pero la tiene cuando, quienes conocen la obra de Fosse, comienzan a ver que en Chicago hay decenas y decenas de ecos, no sólo de Cabaret, sino también, y en mucha mayor cantidad, de All that jazz o, en título español, Comienza el espectáculo. Y así estamos ante una película cuya deuda con Fosse es a todas luces enorme, y, sin embargo, esta enormidad no tiene verdadera traducción en los títulos de crédito, sino sólo condición de remota referencia. Y no hace falta decir que la usurpación por Marshall de ideas visuales de Fosse devalúa la película, porque fatalmente toda imitación deja un rastro de endeblez y, si se conoce lo imitado, de decepción.
Los pies de barro de esta trepidante, viva, bonita y brillante película musical quedaron anoche ocultos por el efecto de deslumbramiento que la presencia de sus tres estrellas protagonistas trajo a una Berlinale que, en boca de su director, se nos ofrece como un festival austero y, coherentemente, comprometido con el cine de presupuesto humilde. Chicago no es obviamente de esta especie, pero por un lado no es una película que marque la línea definitoria del festival berlinés y, por otro lado, se trata de un curioso caso de cine de glamour oscuro, tenebrista y a ratos incluso intensamente negro, un sórdido y cruel thriller musical que no escatima momentos de puro y simple horror, casi en la línea del musical lúgubre en que nos ha embarcado Lars von Trier en Bailar en la oscuridad.
Como cada febrero, la Berlinale arrancó anoche exaltando la ejemplaridad del cine pobre en medio de una sesión inaugural derrochadora y de puro escaparate dedicada al cine rico. Es esta contradicción un viejo vicio aquí muy arraigado, después de años y años de exceso de dependencia de las programaciones de los intereses de Hollywood y de la coordinación de las programaciones con el tinglado de los Oscar, pues casi siempre a mitad de festival suelen anunciarse las películas y los cineastas candidatos a la célebre estatuilla.
Pero el nuevo director de la Berlinale, Dieter Kosslick, quiere dar la vuelta a algunas cosas poco presentables de las últimas ediciones de la Berlinale e insiste en hacer de esta 53ª edición una parte del clamor de la inteligencia contra el ascenso del poder de la estupidez en el mundo o, con palabras más suaves: "Traer filmes divertidos, inteligentes y modernos, historias cotidianas, situaciones donde la existencia esté amenazada".
Babelia
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