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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las razones de EE UU

Estados Unidos ha afianzado su caso contra Sadam Husein, tras la extensa intervención, televisada planetariamente, de su secretario de Estado, Colin Powell, ante el Consejo de Seguridad. Es difícil imaginar una vuelta atrás en los planes bélicos de Bush tras escuchar la retahíla de indicios que refuerzan la presunción de que el dictador iraquí ha violado la unánime resolución 1.441 a través del ocultamiento de armas químicas y biológicas. La exposición del jefe de la diplomacia estadounidense, cuyo apartado menos convincente son los supuestos lazos entre Bagdad y el terrorismo islamista, ha venido a confirmar el diagnóstico de Hans Blix, la semana pasada, según el cual Bagdad nunca ha acabado de aceptar el desarme al que le conminó la ONU en noviembre, después de 12 años de incumplimiento.

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De los documentos que Washington ha decidido finalmente compartir con la comunidad internacional se desprende para un observador de buena fe que Bagdad se ha embarcado antes de la llegada de los inspectores de la ONU en un plan de ocultamiento y traslado de agentes químicos y biológicos, que sigue fabricando en laboratorios móviles. Los datos -grabaciones telefónicas, imágenes de satélite- sugieren el camuflaje de lugares de producción, el ocultamiento de archivos informáticos o el maquillaje de antiguos emplazamientos de esos arsenales. Por fragmentarias que sean las pruebas de Powell (muy lejos del dramatismo y la fuerza de Adlai Stevenson en la crisis de los misiles de Cuba), convencerán a sus destinatarios en la medida que éstos deseen ser convencidos; ya había advertido que su alegato no podía ser incontrovertible, dada la necesidad de proteger fuentes y métodos de espionaje y no alertar a Bagdad más de lo imprescindible.

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Los próximos días serán determinantes en el curso de los acontecimientos. Washington ha puesto una patata caliente en manos del Consejo de Seguridad, cuya colaboración ha pedido, pero al que también ha advertido de que Estados Unidos no consentirá que siga este estado de cosas. Está por ver si Powell convence a los elementos más renuentes del Consejo con derecho a veto, Francia sobre todo, hasta el punto de hacerles cambiar de opinión. Y si sus argumentos influyen para que Sadam -un funambulista de precipicios, pero sensible a las amenazas creíbles- dé un paso decisivo en su desarme al entender su situación desesperada. Si el déspota iraquí autorizó en noviembre el regreso de los expertos de la ONU fue por la amenaza de invasión inminente.

Washington no debe perder la razón que le asiste ignorando la legalidad internacional. El largo currículo de Sadam le consagra como amenaza y le priva de toda credibilidad. Pero el peligro que representa en estos momentos, según el propio alegato de Powell, no justifica una acción unilateral, inmediata y a todas luces desproporcionada. La guerra como último recurso, si fuera necesaria, requeriría en cualquier caso la explícita autoridad de Naciones Unidas y la legitimidad que sólo el Consejo de Seguridad puede conferir. Y si hay alguna posibilidad de que una extensión del trabajo de los inspectores evite la confrontación y aglutine la opinión del máximo órgano decisorio de la ONU, Bush debe plegarse. Una segunda resolución del Consejo es lo que hasta sus más estrechos aliados buscan en este momento y la Casa Blanca no puede ignorar que, pese a su determinación, un nuevo y categórico pronunciamiento de Naciones Unidas haría las cosas más fáciles en el frente interior.

El incumplimiento de la resolución 1.441 no debe acarrear automáticamente la devastadora respuesta de la única superpotencia contra un sátrapa agresivo, pero no más que otros contra los que no se emplea el mismo rasero, y que es en parte una criatura política crecida a la sombra de Washington. Nadie puede aventurar las consecuencias de una guerra en Oriente Próximo, ni el impacto en el ámbito musulmán de una ocupación de Irak por EE UU. Pero hay indicios suficientes para calibrar que los riesgos son de tal naturaleza que hacen de la opción bélica la última de las posibles.

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