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Tribuna:
Tribuna
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Vísperas de una catástrofe

Uno abre The New York Times diariamente para leer el último artículo sobre los preparativos de guerra que están teniendo lugar en Estados Unidos. Otro batallón, otro grupo de portaaviones y cruceros, un número cada vez mayor de aviones y nuevos contingentes de oficiales son trasladados a la zona del golfo Pérsico. Dos semanas atrás se enviaron 62.000 soldados más al Golfo. Estados Unidos está acumulando una fuerza enorme y deliberadamente intimidante en el exterior, mientras dentro del país las malas noticias económicas y sociales se multiplican de manera implacable. La enorme máquina capitalista parece estar fallando, al mismo tiempo que oprime a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, George W. Bush propone otro gran recorte de impuestos para el 1% de la población que es comparativamente rica. El sistema de educación pública sufre una crisis aguda y 50 millones de estadounidenses carecen de cobertura sanitaria. Israel pide 15.000 millones de dólares en garantías de préstamo y ayuda militar adicionales. Y los índices de paro en EE UU crecen inexorablemente al tiempo que se pierden más empleos cada día.

No obstante, los preparativos para una guerra inimaginablemente costosa prosiguen, y lo hacen sin aprobación pública y sin un rechazo espectacular. El belicismo de la Administración y su respuesta extrañamente ineficaz al desafío planteado recientemente por Corea del Norte ha sido recibido con indiferencia generalizada (que puede que oculte un gran temor, ignorancia y aprensión generales). En el caso de Irak, sin armas de destrucción masiva de las que hablar, EE UU planea una guerra; en el de Corea del Norte, ofrece a ese país ayuda económica y energética. Qué diferencia más humillante entre el desprecio hacia los árabes y el respeto por Corea del Norte, una dictadura igualmente nefasta y cruel.

En los mundos árabe y musulmán, la situación parece un tanto más peculiar. Durante casi un año, los políticos estadounidenses, los expertos regionales, los funcionarios del Gobierno y los periodistas han repetido los cargos que se han convertido en moneda corriente en lo que respecta al islam y los árabes. La mayoría de este coro se remonta a antes del 11 de septiembre, tal como he mostrado en mis libros Orientalismo y Covering Islam. Al coro hoy prácticamente unánime se ha añadido la autoridad del Informe sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas referente al mundo árabe, que certificó que los árabes se han quedado dramáticamente a la zaga del resto del mundo en democracia, conocimiento, y derechos de las mujeres. Todos dicen (con parte de razón, por supuesto) que el islam necesita reformarse y que el sistema educativo árabe es un desastre, o, de hecho, una escuela de fanáticos religiosos y terroristas suicidas financiada no solamente por imames locos y sus ricos seguidores (como Osama Bin Laden), sino también por Gobiernos que se supone aliados de Estados Unidos. Los únicos árabes "buenos" son aquellos que aparecen en los medios de comunicación condenando la cultura y la sociedad árabe actuales sin reservas. Recuerdo las cadencias anodinas de sus frases, pues, sin nada positivo que decir de sí mismos o de su pueblo e idioma, se limitan a repetir mecánicamente las mismas fórmulas estadounidenses manidas que ya inundan las ondas y las páginas impresas.

Nos falta democracia, dicen, no hemos cuestionado lo suficientemente el islam, necesitamos hacer más por alejar el espectro del nacionalismo árabe y el credo de la unidad árabe. Todo eso está desacreditado, tonterías ideológicas. Sólo es cierto lo que nosotros -y nuestros instructores estadounidenses- decimos sobre los árabes y el islam, vagos clichés orientalistas reciclados como los que repite con mediocridad incansable Bernard Lewis. El resto no es lo bastante realista o pragmático. "Nosotros" necesitamos unirnos a la modernidad, siendo la modernidad, de hecho, occidental, globalizada, de libre mercado y democrática, sea cual sea el sentido que se quiera dar a esas palabras. (Si tuviera tiempo, debería escribir un ensayo sobre el estilo prosístico de gente como Ajami, Gerges, Mayika, Talhami, Fandy y otros, profesores de universidad cuyo mismo lenguaje apesta a sumisión ciega, falta de autenticidad y una imitación totalmente afectada que les ha sido impuesta).

El choque de civilizaciones que George W. Bush y sus secuaces están intentando fabricar como tapadera de una guerra preventiva contra Irak por el control del petróleo y la hegemonía se supone que va a tener como resultado un triunfo de la construcción de naciones democráticas, un cambio de régimen y una modernización forzosa a la americana. No importan las bombas ni los estragos de las sanciones, que no se mencionan. Ésta será una guerra purificadora cuyo objetivo es echar del poder a Sadam y sus hombres y sustituirlos por un mapa de la región entera trazado de nuevo. Un nuevo Sykes Picot. Un nuevo Balfour. Unos nuevos 14 puntos wilsonianos. Un mundo totalmente nuevo. Los iraquíes, tal como nos dicen los disidentes de ese país, darán la bienvenida a su liberación y quizá olvidarán por completo sus sufrimientos pasados. Quizá.

Mientras tanto, la situación destructora de cuerpos y almas en Palestina empeora día a día. No parece haber fuerza capaz de parar a Sharon y Mofaz, que braman su desafío al mundo entero. Nosotros prohibimos, castigamos, proscribimos, infringimos, destruimos. Continúa el torrente de violencia constante contra todo un pueblo. En el momento en que escribo estas líneas, me llega la información de que el pueblo entero de Al Daba', en la zona de Qalqilya, en Cisjordania, está a punto de ser borrado del mapa por excavadoras israelíes de 60 toneladas fabricadas en EE UU: 250 palestinos perderán sus 42 casas, 700 dunums de tierra agrícola, una mezquita y una escuela elemental para 132 niños. Naciones Unidas se mantiene al margen, mirando, mientras sus resoluciones son desobedecidas abiertamente a cada momento. Lamentablemente, como de costumbre, George W. Bush se identifica con Sharon, no con el chico palestino de 16 años que es utilizado como escudo humano por los soldados israelíes.

Entretanto, la Autoridad Palestina ofrece una vuelta a la pacificación y, presumiblemente, a Oslo. Después de haber sido estafado durante diez años la primera vez, Arafat inexplicablemente parece querer intentarlo de nuevo. Sus fieles lugartenientes ha-cen declaraciones y escriben artículos de opinión para la prensa en los que dan a entender su disposición a aceptar cualquier cosa, más o menos. Pero, sorprendentemente, la gran mayoría de este heroico pueblo parece dispuesta a seguir, sin paz y sin respiro, sangrando, hambrienta, muriendo día a día. Tiene demasiada dignidad y confianza en la justicia de su causa como para someterse vergonzosamente a Israel, como han hecho sus líderes. ¿Qué podría ser más desalentador para el habitante medio de Gaza que sigue resistiendo a la ocupación israelí que ver a sus líderes arrodillarse como suplicantes ante los estadounidenses?

En este panorama de desolación total, lo que llama la atención es la absoluta pasividad e impotencia del mundo árabe en su conjunto. El Gobierno estadounidense y sus siervos emiten continuas declaraciones de intenciones, trasladan tropas y material, transportan tanques y destructores, pero los árabes, individual y colectivamente, apenas son capaces de expresar un rechazo anodino (todo lo más, dicen: no, no podéis usar las bases militares que están en nuestro territorio) para cambiar radicalmente de opinión unos días después.

¿Por qué hay tal silencio y tal impotencia pasmosa?

La mayor potencia de la historia está a punto de lanzar, reiterando incansablemente su intención, una guerra contra un Estado árabe soberano actualmente gobernado por un régimen atroz, una guerra cuyo fin evidente es no sólo destruir el régimen del partido Baaz, sino rediseñar toda la región. El Pentágono no ha ocultado que sus planes son volver a trazar el mapa de todo el mundo árabe, quizá cambiando otros regímenes y muchas fronteras en el proceso. Nadie podrá quedar a salvo del cataclismo cuando se produzca (si se produce, lo que aún no es una certeza completa). Y, sin embargo, se da la callada por respuesta, seguida de algunos gemidos ambiguos de educada objeción. A fin de cuentas, afectará a millones de personas. Estados Unidos, desdeñosamente, planea su futuro sin consultarles. ¿Acaso merecemos tal escarnio racista?

Esto no sólo es inaceptable, sino imposible de creer. ¿Cómo puede una región de casi 300 millones de árabes esperar pasivamente a que lluevan los golpes sin intentar un rugido colectivo de resistencia y la proclamación en voz alta de una visión alternativa? ¿Se ha disuelto la voluntad árabe por completo? Incluso a un preso que va a ser ejecutado se le conceden normalmente unas últimas palabras que pronunciar. ¿Por qué no hay ahora un último homenaje a una era de la historia, a una civilización que está a punto de ser aplastada y transformada completamente, a una sociedad que, a pesar de sus desventajas y debilidades, sigue funcionando? Cada hora nacen nuevos bebés árabes, los niños van al colegio, los hombres y las mujeres se casan, trabajan y tienen hijos, juegan, ríen y comen, se entristecen, sufren enfermedades y mueren. Hay amor y camaradería, amistad y emoción. Es cierto que los árabes están reprimidos y mal gobernados, terriblemente mal gobernados, pero logran seguir adelante con sus vidas a pesar de todo. Éste es el hecho que tanto los líderes árabes como Estados Unidos simplemente ignoran cuando lanzan gestos vacíos a la así llamada "calle árabe", inventada por orientalistas mediocres.

Pero ¿quién está ahora planteando las preguntas existenciales sobre nuestro futuro como pueblo? La tarea no puede dejarse en manos de una cacofonía de fanáticos religiosos y ovejas sumisas y fatalistas. Sin embargo, ése parece ser el caso. Los Gobiernos árabes -no, la mayoría de los países árabes-, de un extremo a otro, se arrellanan en sus sofás y se limitan a esperar, mientras EE UU adopta posiciones, cierra filas, amenaza y despacha más soldados y F-16 para lanzar el puñetazo. El silencio es ensordecedor.

Años de sacrificio y lucha, de huesos rotos en cientos de cárceles y cámaras de tortura del Atlántico al Golfo, familias destruidas, pobreza y sufrimiento sin fin. Ejércitos enormes y caros. ¿Para qué?

Ésta no es una cuestión de partido, ideología o facción: se trata de lo que el gran teólogo Paul Tillich solía llamar gravedad definitiva. La tecnología, la modernización y desde luego la globalización no son la respuesta a lo que nos amenaza como pueblo ahora. Tenemos en nuestra tradición todo un corpus de retórica laica y religiosa que versa sobre los principios y los fines, la vida y la muerte, el amor y la ira, la sociedad y la historia. Eso está ahí, pero ninguna voz, ningún individuo con gran visión y autoridad moral parece capaz ahora de explotarlo y llamar la atención acerca de ello. Estamos en vísperas de una catástrofe que nuestros líderes políticos, morales y religiosos sólo pueden denunciar un poco mientras, escondidos tras cuchicheos, guiños y puertas cerradas, hacen planes para capear de alguna manera el temporal. Piensan en la supervivencia, y quizá en el cielo. ¿Pero quién está a cargo del presente, de lo material, la tierra, el agua, el aire y las vidas que dependen unas de otras para existir? Nadie parece ser responsable. Existe una maravillosa expresión coloquial que de manera muy precisa e irónica capta nuestra inaceptable impotencia, nuestra pasividad e incapacidad para ayudarnos ahora que más necesitamos nuestra fuerza. La expresión es: "El último que salga, que apague la luz". Estamos así de cerca de sufrir una especie de convulsión que dejará muy poco en pie e incluso, peligrosamente, muy poco que registrar, exepto el mandato que anuncie el punto final.

¿No es hora de que colectivamente exijamos e intentemos formular una alternativa genuinamente árabe a la demolición que está a punto de sepultar nuestro mundo? Éste no es sólo un asunto trivial de cambio de régimen, aunque Dios sabe que podemos arreglarnos con sólo un poco de eso. Está claro que no puede ser una vuelta a Oslo, otra oferta a Israel de que acepte por favor nuestra existencia y nos deje vivir en paz, otra petición de misericordia rastrera, servil e inaudible. ¿Es que nadie va a salir a la luz para expresar una visión de nuestro futuro que no esté basada en un guión escrito por Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, esos dos símbolos del poder vacuo y la arrogancia desmesurada? Espero que alguien esté escuchando.

Edward Said es ensayista palestino, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.

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