Un hombre, medio voto
Maragall tiene razón y, sin embargo, ha cometido un error político. Todo espacio político tiene sus límites. Cataluña los tiene especialmente estrechos. Los límites de lo políticamente correcto hacen que una cosa pueda ser cierta y que, en cambio, no quepa en el interior del perímetro. Esto es lo que ocurre con la apuesta de Maragall por una ley electoral que equilibre la representación parlamentaria de las distintas provincias. Para que esta propuesta sea posible, primero hay que ensanchar el marco del terreno de juego, que es lo que el PSC no ha sido capaz de hacer en estos veintitantos años de autonomía.
¿Por qué Maragall tiene razón? Porque es verdad que el sistema electoral catalán es discriminatorio: el voto de un elector de Barcelona vale la mitad que el voto de un elector de cualquiera de las otras tres provincias. Y porque es verdad que los sucesivos gobiernos nacionalistas no han cumplido el mandato estatutario de hacer la ley electoral que Cataluña no tiene.
¿Por qué ha cometido un error político? Maragall ha sido alcalde de Barcelona. Y no un alcalde cualquiera. Su imagen va muy ligada a la capital y a una idea de Cataluña de raíz cultural urbana reiteradamente confrontada con el nacionalismo. Barcelona, como todo aquello que emerge de un conjunto, genera normales recelos en muchos lugares de Cataluña. En los últimos años Maragall ha trabajado mucho su presencia en las diversas provincias catalanas, para tratar de disipar una identificación excesivamente barcelonesa. Y, en parte, lo había conseguido. Con su propuesta del pasado jueves, debidamente explotada por sus adversarios, su estrategia puede haber sufrido un retroceso. Los socialistas han tenido 20 años para reclamar la ley electoral al Gobierno. Proponer un cambio de las reglas del juego a seis meses de las elecciones es por lo menos equívoco, máximo teniendo en cuenta que Maragall se autoproclamó ganador de las últimas elecciones que había ganado en votos pero perdido en escaños. Encuestas fiables demuestran que este gesto ha sido uno de los que más han dañado la imagen de este político ante la opinión pública. Pedir una nueva ley ahora puede hacer pensar que se quiere poner el parche antes que la herida.
Y, sin embargo, insisto: Maragall tiene razón y la razón no tendría por qué ser incompatible con la buena política. Lo que ocurre es que el espacio de lo políticamente correcto es reducido y tramposo.
En la democracia catalana, no es verdad el principio democrático de un hombre (una mujer), un voto. Mi voto como barcelonés vale la mitad que el voto de un elector de mi pueblo (Cervera), por ejemplo. El coro de la corrección política canta: en la mayoría de países ocurre igual. Mal de muchos consuelo de tontos. Pero, ¿por qué ocurre igual? Por razones claramente conservadoras que la izquierda nunca ha sabido o querido romper. La primera es el valor atávico de la tierra: el granero, que en última instancia tiene que salvarnos porque es el que nos da de comer. La segunda, el miedo a la ciudad: la ciudad como lugar del cambio, como símbolo de la industrialización, de las organizaciones obreras y de los conflictos revolucionarios. La tercera, el poder de lo físico, lo que está dentro de las fronteras, los límites que definen el sagrado espacio propio, la patria, la casa común, el marco de referencia del estado nación.
Primar el territorio como garantía de seguridad frente al cambio y a lo imprevisible. Son argumentos que en estos tiempos de ideología globalizadora y alta movilidad suenan a épocas pasadas, pero que nadie cuestiona por lo menos en sus efectos. Cuando se hizo la legislación democrática en España estos principios conservadores estuvieron muy presentes. En aquellos albores de la transición se trataba de frenar a la izquierda. Cuando los socialistas llegaron al poder no tocaron nada. El voto tiene siempre un componente conservador a favor del que está en el poder y el que gobierna se da por servido con las reglas del juego existentes. En Cataluña es una evidencia que este desequilibrio da un plus de representatividad al nacionalismo catalán. Es cierto que en política no juega sólo la razón, sino también los sentimientos y lo identitario. Pero me parece que es autoerigirse en paternalista intérprete de los ciudadanos de Lleida, Girona y Tarragona dar por supuesto que no aceptarán que el voto de todos los catalanes tenga el mismo valor.
En campaña electoral es difícil pedir un debate serio. Todo se pierde en ruidos y exclamaciones. Y, sin embargo, hay aquí dos ideas confrontadas del país sobre las que merecería la pena una discusión abierta. Los que defienden que los votos de los catalanes no sean iguales, en el fondo creen que el demos es el territorio y su aura, y no las personas. Como si éstas tuvieran que representar al paisaje. Es una idea de origen romántico, que convierte al país en una abstracta esencia hecha de tierra, orígenes y una historia construida a medida del grupo dominante. No entiendo por qué, ante esta concepción de las cosas, hay que avergonzarse de defender que el demos son los ciudadanos. Y que la voluntad general nace de las personas y no de Dios, de la tierra, de los ancestros o de la historia. Los ciudadanos, en una sociedad democrática, deben ser iguales en derechos políticos.
Artur Mas ha dicho que le parece bien que el voto de un ciudadano de la provincia de Barcelona valga la mitad que el voto de los demás catalanes. Y ha dicho también que la propuesta de Maragall "se carga el concepto de Cataluña". Será su concepto de Cataluña. El rasgamiento de vestiduras de Artur Mas revela una concepción de Cataluña en que el territorio está por encima de los ciudadanos. Si en democracia esto ha sido siempre sospechoso, en los tiempos presentes en que el espacio ha sido sometido a una verdadera compresión temporal es directamente ridículo. Artur Mas debería saber que si alguna opción tiene de ganar las próximas elecciones pasa precisamente por mejorar sus resultados en Barcelona. En los últimos tiempos, Convergència i Unió, incitada por Pere Macias, que no es barcelonés, parecía que empezaba a enterarse de lo absurdo de los recelos antibarcelonistas que han caracterizado al pujolismo. Mas, al ratificar que los barceloneses estamos condenados a un "hombre, medio voto", rememora los fantasmas antiurbanos del peor nacionalismo.
Espero que los socialistas no gasten esfuerzos en tratar de compensar el patinazo electoral de Maragall -que sería un modo de dar la razón a sus adversarios-, sino en defender el país de los ciudadanos frente al país del paisaje. Insisto, no veo razones para avergonzarse de defender el principio un hombre, un voto. ¿O no somos iguales todos los catalanes?
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