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Columna
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Lírica

No es habitual que un ministro de Hacienda en su discurso de toma de posesión recite una poesía. Y menos todavía que los mercados financieros, tras escucharlo, le premien con una significativa reducción de la prima de riesgo país y una apreciable revalorización del tipo de cambio nominal. Los menos optimistas argüirán que la reacción favorable de los inversores nada tiene que ver con el amargo texto de João Cabral de Melo Neto citado por Antonio Palocci, el nuevo ministro brasileño de Finanzas, sino más bien por todo lo demás que incluía el discurso. En todo caso, el que haya sido posible demostrar que ya no son tan malos tiempos para la lírica quizás sea el primer indicador de que Brasil, y por tanto Latinoamérica, está comenzando a dejar en evidencia las profecías que anticipaban su irremediable desplome económico y social.

En Brasil hay programas sociales y no son cicateros; el problema es que son ineficientes. Se gasta mucho y no siempre en quien más lo necesita

Se ha dicho que el triunfo de Lula es la victoria de la esperanza -o, lo que es lo mismo, de la democracia- sobre el miedo. Que el 80% de los brasileños -un 30% más que los 55 millones de personas que le votaron- valoren positivamente la llegada de Lula a la presidencia de la República da la razón a Palocci cuando habla de un país ilusionado y empeñado en recuperar el orgullo de pertenencia a una nación más próspera, más justa, en la que, como ha dicho el presidente, el primer objetivo es que todos los brasileños puedan diariamente desayunar, comer y cenar. Principios tan impecables no es extraño que hayan resucitado la esperanza en otra forma de hacer política, no sólo en Brasil, sino en el resto de Latinoamérica.

Que los mercados hayan reaccionado positivamente en los primeros días de gestión del nuevo Gobierno brasilero es más intrigante. Al fin y al cabo, todavía son legión los que están íntimamente convencidos de que Consenso de Washington y Modelo neoliberal son sinónimos de exclusión social y concentración de la riqueza. ¿Por qué deberían premiar los mercados a quienes anuncian que van a dar prioridad a objetivos sociales inevitablemente inconsistentes con la economía globalizada y sus principios? Los sorprendidos tienen la respuesta a esta pregunta en el resto del discurso del ministro.

Palocci, como todo ministro de Hacienda, es realista y sabe que la prosperidad de las naciones tan sólo puede construirse si se tiene un diagnóstico correcto de los problemas, voluntad para hacerles frente e instituciones sólidas que preserven la estabilidad y garanticen el respeto a las reglas de juego. Brasil es una sociedad sofisticada en la que conviven un 37% de pobres con 28 millones de familias de clase media -más que las que tienen España y Canadá conjunta-mente- y que se enfrenta a dos claros problemas macroeconómicos: un sector público todavía insuficientemente saneado y una baja tasa de inversión pública y privada. Aunque se habla mucho -y con razón- del elevado peso que el servicio de la deuda pública tiene sobre las finanzas públicas, son mucho más raras las menciones a los 70.000 millones de reales -importe similar a todo el gasto en política social y cuatro veces la inversión pública- que suponen los salarios y las pensiones de los funcionarios públicos, y aún menores el reconocimiento de su inevitable consecuencia: que el país tenga una presión fiscal del primer mundo -35% del PIB- con el agravante de que buena parte de los impuestos distorsionan la asignación de recursos y el potencial de crecimiento.

A Brasil no hay necesidad de inventarlo de cero. Tiene recursos, instituciones, gestores, reglas, y también derechos adquiridos. Los programas sociales existen y no son precisamente cicateros en relación a los recursos movilizados del país. El problema es que son ineficientes: se gasta mucho y no siempre en la población que más lo necesita. El déficit de la seguridad social brasilera asciende a 22.000 millones de dólares, de los que un 80% está generado por los 4,6 millones de funcionarios que cobran pensiones que son 4,5 veces superiores a las del sector privado. Cuando el nuevo Gobierno anuncia su intención de reformar la Previdencia da credibilidad a su anuncio de que no está dispuesto a volver a inventar la rueda; que la combinación de reformas estructurales, responsabilidad fiscal, estabilidad económica en el medio plazo y respeto a los contratos son la base de su estrategia para volver a crecer y hacer realidad sus promesas de inclusión social. Y eso no sólo es sensato, sino que además es posible. Hay razones para estar en el fondo esperanzados: algunos por la lírica, el resto por el buen sentido de todo lo demás.

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