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El retorno de los déspotas

Cuando los monarcas absolutos franceses querían enviar a prisión a una persona sin juicio o querían ejecutarla, emitían una orden que como toda justificación expresaba que era su voluntad la que respaldaba la decisión. "Car tel est mon bon plaisir", decía la fórmula original: simplemente, "ése es mi deseo". Era algo todavía más irracional y más arbitrario que la simple voluntad. Esta situación de la cultura política y jurídica preliberal en pleno despotismo, como diría Montesquieu, se reproduce en la noticia de que el presidente de los Estados Unidos, señor Bush, ha autorizado y ordenado a los servicios secretos norteamericanos dar muerte a más de veinte terroristas encabezados por Bin Laden. Es verdad que incluso en democracias avanzadas la tentación de la real-politik ha aparecido ante desafíos irracionales, especialmente terroristas, y que en países como Inglaterra, Francia, Alemania o España se han desarrollado episodios de guerra sucia, convirtiendo al propio aparato del Estado o a funcionarios públicos en reproductores de técnicas terroristas y en delincuentes institucionales. El contagio del bad man, del delincuente, habría alcanzado a quienes tenían la misión de reprimirlo. Sin embargo, esos episodios lamentables que erosionan la moralidad democrática o han sido descubiertos y juzgados, o cuando no, se han realizado desde una clandestinidad y un enmascaramiento que son la mejor prueba de su indignidad.

Sin embargo, el caso del presidente de EE UU es especial porque falta la conciencia del delito y porque supone una postura arrogante de prepotencia política, de desprecio explícito al Derecho, de falta de respeto a la comunidad internacional, y de vuelta al despotismo más irracional y salvaje.

Ya cuando después de los horribles y crueles atentados contra las Torres Gemelas el presidente Bush inició la utilización de los términos "el eje del mal" para referirse a países presuntamente implicados en el apoyo al terrorismo internacional, apareció visible y clara la regresión. Aquí la utilización de los términos "eje del mal" supone mucho más que una licencia lingüística, porque contiene toda una ideología subyacente, de origen agustiniano luterano y calvinista al mismo tiempo, que, frente a los justos, identifica a los pecadores, y que confunde el pecado y el delito, una de las vertientes más funestas de la idea del Estado-Iglesia, que se ha padecido tanto en ámbitos católicos como protestantes. Bush representa lo peor de la tradición puritana, frente a la que se rebelaron otros puritanos heterodoxos como Roger Williams, ya a mediados del siglo XVII. Felizmente, esa tradición heterodoxa, con el apoyo de Locke y de Pufendorf a través de Robert Wise, entre otros, fue la que inspiró los grandes valores que los padres fundadores de la democracia estadounidense, Jefferson, Madison, Franklin, Jay o Washington, incluyeron en aquel federalismo naciente. Entre esos valores, la laicidad, la separación entre la Iglesia y el Estado, que era una muralla, en el decir de uno de ellos. Bush, al identificar unos hechos delictivos como hechos pecaminosos, al tratar a los delitos como pecados, estaba ya dando el signo de una concepción del poder premoderna y preilustrada. Y no se sitúa precisamente en ese republicanismo renacentista de respeto a la libertad y a la ley que representa el Maquiavelo de los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio y que continuará con los libertinos, con los Levellers, con Milton, con Harrington, con Voltaire y con Rousseau, y que tanto influyó en los orígenes ideológicos de su gran país. Por el contrario, se sitúa en las peores dimensiones de la Monarquía absoluta, del despotismo que en ese mismo ámbito del derecho penal y procesal configuraba la persecución de los delitos, sin garantías, con procesos inquisitorios y con penas crueles, inhumanas y degradantes. Incluso en los peores tiempos de la Inquisición y de los procesos penales del absolutismo había un procedimiento, aunque fuera injusto. Bush condena sin remisión y sin recurso a una serie de personas, seguramente delincuentes horribles, por su sola voluntad, como una decisión inapelable, y además, a la pena de muerte.

Toda la evolución del mundo moderno, desde el Renacimiento hasta hoy, supone un esfuerzo de racionalización y de humanización del poder unitario y absoluto, que sustituye al pluralismo político medieval. La lucha por la dignidad humana, por el imperio de la ley, contra el Derecho penal y procesal de la monarquía absoluta, por el consentimiento de los ciudadanos en el origen del poder, por la Constitución, por el Parlamento, por los derechos humanos, por el principio de las mayorías y por la procura existencial, es decir, por la acción de los poderes públicos para satisfacer las necesidades básicas que muchos no pueden obtener solos, son aportaciones liberales, democráticas y socialistas, que tienen objetivamente el mismo fin. Se trata de que cada uno pueda desarrollar los perfiles de su dignidad, que pueda elegir libremente, que pueda establecer conceptos generales y razonar, que pueda crear, que pueda comunicarse y dialogar, que pueda vivir en sociedad y bajo normas y que pueda seguir libremente su vocación de moralidad individual, es decir, de salvación, de virtud, de bien o de felicidad. Como dice Kant, esta dignidad se concreta en que somos seres de fines, que no podemos ser utilizados como medios y que no tenemos precio.

Y este humanismo que arranca del tránsito a la modernidad y que se consolida en la Ilustración, en el Siglo de las Luces, y se prolonga en los siglos XIX y XX hasta culminar en la comunidad internacional con Naciones Unidas y con la Declaración de 1948, como hitos significativos de un objetivo, supuso en el tema de los delitos y de las penas un esfuerzo de multitud de personas, sobre todo en los siglos XVII y XVIII, para borrar los trazos nefastos del despotismo. Tomasio, Filangieri o Voltaire, con un trabajo constante, construyeron, con otros, la moderna filosofía procesal y penal, en defensa de procedimientos garantizados y de penas equilibradas y racionales, lejos de las penas crueles, inhumanas y degradantes del viejo derecho penal y procesal de la monarquía absoluta. Hubo regresiones, especialmente en el siglo XX, con el imperialismo, el nacionalismo y los totalitarismos de todo signo, que no engañaban a nadie y defendían, de frente, la dialéctica del odio, la del amigo enemigo, y justificaban las eliminaciones del adversario, del heterodoxo y del diferente.

Bush, con esta medida de la orden de matar, supera el despotismo anterior, porque lo hace en defensa de la democracia y de la libertad, como si éstas pudieran, sin sufrir deterioro, defenderse por esos medios. Los instrumentos y procedimientos

inmorales nunca van a poder apuntalar las debilidades de la democracia. Al contrario, van a debilitarla más. Ningún fin moral, como es el mantenimiento de la dignidad humana y de la igual libertad, puede alcanzarse por cauces impropios. Y no sólo es que el fin se contamine, sino que todo el contexto se autodestruye, se disuelven las relaciones de lealtad y todo queda deteriorado. Ya lo decía Montesquieu al definir al despotismo: "Es decir, como cuando los salvajes de Luisiana quieren fruta, que cortan el árbol y cogen la fruta".

El despotismo sólo produce dolor, destrucción y daños a lo más profundo de la libertad. Ningún bien se deriva de su existencia. Es más, es el signo del declive de una sociedad que se desliza hacia la autodestrucción. Junto a Montesquieu, también lo señala el Ferguson del Ensayo sobre la historia de la sociedad civil.

Este moderno despotismo, que paradójicamente pretende defender por esos malos medios la democracia y la libertad, sólo les perjudica, y es sorprendente que ningún dirigente europeo, responsable de los Gobiernos de la Unión haya ni siquiera mencionando esta licencia para matar, que no es producto de la ficción cinematográfica, sino expresión vertida por el dirigente más poderoso del mundo y que representa teóricamente los valores democráticos. Las ironías de la historia y su abandono de esos valores morales que arrancan de la dignidad humana han permitido el retorno de los déspotas. Es una paradoja que la democracia esté personificada por un déspota. Es una situación imposible y de soportar difícil. Y no podemos ser sólo los profesores quienes lo señalemos. Hechos tan incómodos, serios y graves como éste, deben exceder de las frágiles paredes de la Academia y llegar al menos a Moncloa y a la carrera de San Jerónimo. En la calle ya están.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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